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01 2007

Investigaciones extradisciplinares. Hacia una nueva crítica de las instituciones

Traducción de Marcelo Expósito, revisada por Brian Holmes y Joaquín Barriendos

Brian Holmes

¿Cuál es la lógica, la necesidad o el deseo que impulsa a cada vez más artistas a trabajar fuera de los límites de su propia disciplina, definida por nociones de reflexividad libre y estética pura, materializada en el circuito galería-revista-museo-colección y acechada por la memoria de la pintura y la escultura como géneros normativos?

El arte pop, el conceptual, el body-art, la performance y el vídeo marcaron una ruptura con el marco disciplinar ya en los años sesenta y setenta. Pero se podría argumentar que, en realidad, estos estallidos sencillamente importaron nuevos temas, medios o técnicas expresivas a lo que Yves Klein había denominado el ambiente «especializado» de la galería o del museo, cuya cualidad está marcada por la primacía de lo estético y que está dirigido por los funcionarios del arte. Son exactamente estos argumentos los que Robert Smithson lanzó con inolvidable violencia antiadministrativa en su texto sobre el confinamiento cultural de 1972, posteriormente reafirmados de manera más sistemática por Brian O'Doherty mediante sus tesis sobre la ideología del cubo blanco.[1] Es evidente que dichos argumentos mantienen en gran medida su validez. Pero pierden parte de su pertinencia cuando se los confronta con una nueva serie de estallidos que tienen lugar bajo nombres como net.art, bio art, geografía visual, arte espacial y database art, a los que se podría añadir un archi-art o arte de arquitectura que, curiosamente, nunca ha sido bautizado de esta forma, así como un arte maquínico que se remontaría al constructivismo de los años veinte; incluso un finance art cuyo nacimiento fue anunciado en La Casa Encendida de Madrid justo el pasado verano.

El carácter heterogéneo de esta lista nos permite apreciar inmediatamente que se puede ampliar a todos los dominios teórico-prácticos. En las formas artísticas que resultan, encontramos siempre el viejo tropismo modernista por el cual el arte se designa en primer lugar a sí mismo, dirigiendo constantemente la atención hacia sus propias operaciones de expresión, representación, metaforización o deconstrucción. Independientemente del «sujeto» del que trate, el arte convierte esta autoreflexividad en su rasgo distintivo o identificativo, incluso en su razón de ser, en un gesto cuya legitimidad filosófica fue establecida por Kant de una vez por todas. Pero en el tipo de trabajo que quiero discutir ahora hay algo más.

Podemos hacer una primera aproximación mediante el término que el proyecto Nettime utilizó en sus comienzos para definir sus ambiciones colectivas. Para los artistas, teóricos, mediactivistas y programadores que habitaron esa lista de correo (uno de los vectores importantes del net.art a finales de los noventa) se trataba de proponer una «crítica inmanente» de internet, esto es, de la infraestructura tecnocientífica que en aquel entonces estaba en construcción. La crítica inmanente debía llevarse a cabo en el interior de la propia red, utilizando sus lenguajes y herramientas tecnológicas y enfoncando sobre sus objetos característicos, con el objetivo de influir o incluso directamente configurar su desarrollo, aunque sin rechazar las posibilidades de distribución fuera de este circuito.[2] Se bosqueja así un movimiento en dos direcciones, que consiste en ocupar un campo con potencial de agitación social (la telemática) para después irradiar hacia fuera de ese dominio especializado con el propósito explícito de efectuar cambios en la disciplina artística (que se considera demasiado formalista y narcisista como para escapar de su propio círculo encantado), en la disciplina de la crítica cultural (considerada demasiado académica e historicista como para encarar las transformaciones en curso) e incluso en la «disciplina» —si se quiere llamar así— del activismo izquierdista (que se considera demasiado doctrinario e ideológico como para aferrar las oportunidades que brinda el presente).

Se pone en funcionamiento aquí un nuevo tropismo y un nuevo tipo de reflexividad que implica tanto a artistas como a teóricos y activistas en un tránsito más allá de los límites que tradicionalmente se asignan a su actividad, con la intención expresa de enfrentarse al desarrollo de una sociedad compleja. El término «tropismo» expresa el deseo o la necesidad de girarse hacia otra cosa, hacia un campo o disciplina exteriores; mientras que la noción de reflexividad indica ahora un regreso crítico al punto de partida, un intento de transformar la disciplina inicial, acabar con su aislamiento, abrir nuevas posibilidades de expresión, análisis, cooperación y compromiso. Este movimiento adelante y atrás, o más bien esta espiral transformadora, es el principio operativo de lo que llamaré investigaciones extradisciplinares.

El concepto se forjó en el intento de superar esa especie de doble impotencia que afecta a las prácticas significantes contemporáneas, en efecto una doble deriva exenta de las cualidades revolucionarias que buscaban los situacionistas. Pienso en primer lugar en la inflación de discursos interdisciplinares en los circuitos académico y cultural: un sistema combinatorio virtuoso que se limita a alimentar la maquinaria simbólica del capitalismo cognitivo, actuando como una especie de suplemento al movimiento financiero perpetuo (virtuosismo del que el organizador de eventos Hans-Ulrich Obrist se ha convertido en el incontestable especialista mundial). Y en segundo lugar pienso en el estado de indisciplina que surgió como un efecto indeseado de las revueltas antiautoritarias de los sesenta; indisciplina que consiste en que el sujeto se somete sencillamente a las solicitudes estéticas del mercado (en el caso de los artistas en la vena neopop, la indisciplina significa repetir y remezclar interminablemente el flujo de imágenes comerciales prefabricadas). Aunque no son lo mismo, la interdisciplinariedad y la indisciplina se han convertido en las dos excusas más comunes para la neutralización de la investigación significante.[3] Pero no tenemos por qué seguir soportándolas.

La ambición extradisciplinar consiste en llevar a cabo investigaciones rigurosas en terrenos tan alejados del arte como son las finanzas, la biotecnología, la geografía, el urbanismo, la psiquiatría, el espectro electromagnético, etc., para impulsar en estos terrenos el «libre juego de las facultades» y la experimentación intersubjetiva que caracterizan al arte moderno y contemporáneo, pero también para tratar de identificar, dentro de esos mismos dominios, los usos espectaculares o instrumentales que con tanta frecuencia se hacen de las libertades sorpresivas y subversivas del juego estético, como hace el arquitecto Eyal Weizman de manera ejemplar cuando investiga la apropiación militar israelí y estadounidense de estrategias arquitectónicas cuya concepción original era subversiva. Weizman desafía a lo militar en su propio terreno con sus mapas de infraestructuras de seguridad en Israel; pero regresa con elementos nuevos para el examen crítico de lo que había sido su disciplina exclusiva.[4] Es en este complejo movimiento de ida y vuelta, que sin negar la existencia de diferentes disciplinas nunca permite dejarse atrapar por ninguna de ellas, donde debemos buscar un nuevo punto de partida para lo que se llamó crítica institucional.

 
Historias en el presente

Lo que ha quedado establecido, en retrospectiva, como «primera generación» de la crítica institucional incluye figuras como Michael Asher, Robert Smithson, Daniel Buren, Hans Haacke y Marcel Broodthaers. Ellos examinaron el condicionamiento de su propia actividad por los marcos ideológico y económico del museo, con el propósito de escapar de dicho condicionamiento. Tenían una intensa relación con las revueltas antiinstitucionales de los años sesenta y setenta, así como con las potentes críticas filosóficas que las acompañaron.[5] Quizá la mejor manera de entender por qué limitaron su enfoque al museo y al sistema del arte sea asumir que lo hicieron no para afirmarlos como un límite autoasignado a su práctica ni como fetichización del medio institucional, sino más bien como parte de una práctica materialista lúcidamente consciente de su contexto aunque con intenciones transformadoras que lo excedían. Para poder observar adónde conduce esta historia, empero, tenemos que mirar hacia el escritor más importante en lo que se refiere a esta cuestión, Benjamin Buchloh, y ver cómo enmarca el surgimiento de la crítica institucional.

En un texto titulado «El arte conceptual de 1962 a 1969» Buchloh cita dos proposiciones clave de Lawrence Weiner. La primera es A Square Removed from a Rug in Use [Un cuadrado recortado de una alfombra en uso], la segunda, A 36' x 36' Removal to the Lathing of Support Wall of Plaster or Wallboard from a Wall [Un recorte de 36 x 36 pulgadas sobre el enlucido o el yeso de la pared], las dos de 1968. Se trata en ambas de tomar la forma más autorreferencial y tautológica posible —el cuadrado, cada uno de cuyos lados repite y reitera los otros— e insertarla en un entorno marcado por los determinismos del mundo social. Como Buchloh escribe, dado que «su respeto por la geometría clásica como elemento formal definitorio les impide romper estructural y morfológicamente con las tradiciones formales, ambas intervenciones se inscriben en las superficies de soporte típicas de la institución y/o del hogar de las que esas tradiciones siempre renegaron [...]. Por un lado, ponen en entredicho la idea generalizada de que la obra de arte debería ubicarse exclusivamente en una localización «especializada» o «cualificada» [...]. Por el otro, ninguna de estas dos superficies es independiente de su localización institucional; la inscripción física en cada superficie particular genera inevitablemente interpretaciones contextuales que dependen de las convenciones institucionales [...]».[6]

Las proposiciones de Weiner son claramente una versión de crítica inmanente que opera vis-à-vis las estructuras discursivas y materiales de las instituciones artísticas; pero son descritas por Buchloh como una pura deducción lógica de las premisas minimalistas y conceptuales. Prefiguran con la misma claridad el activismo simbólico apasionado de las obras de «anarquitectura» de Gordon Matta-Clark que, como Splitting (1973) o Window Blow-Out (1976), confrontaban el espacio galerístico con las desigualdades urbanas y la discriminación racial. Desde ese punto de partida, una historia de la crítica institucional artística podría haber conducido hacia las formas contemporáneas de activismo e investigación tecnopolítica, por vía de la movilización artística que tuvo lugar en torno a la epidemia del SIDA a finales de los ochenta. Pero las versiones más extendidas de la historia cultural de los sesenta y setenta nunca adoptaron ese giro. De acuerdo con el subtítulo del famoso texto de Buchloh, el movimiento teleológico del arte tardomoderno en los años setenta llevaba «de la estética de la administración a la crítica de las instituciones». Y esto significaba mantener una visión estrictamente francfortiana del museo como institución ilustrada idealizada, dañada tanto por el Estado burocrático como por el espectáculo mercantil.

Pero se pueden escribir otras historias. Lo que está en juego es la tensión irresoluble entre el deseo de convertir la «célula» especializada (así es como Brian O'Doherty llamó al espacio de presentación del arte moderno) en un potencial de conocimiento vivo que pudiera alcanzar el mundo exterior, y la conciencia de que, por contra, este espacio estético especializado es una trampa instituida como un tipo de cercamiento. Esa tensión dio lugar a las incisivas intervenciones de Michael Asher, las denuncias a martillazos de Hans Haacke, los desplazamientos paradójicos de Robert Smithson o el humor melancólico y la fantasía poética de Marcel Broodthaers, cuyo impulso oculto fue su compromiso juvenil con el surrealismo revolucionario. Lo importante es evitar reducir la diversidad y complejidad de este espectro de artistas quienes, por lo demás, nunca constituyeron un movimiento. Pero también es cierto que parte del reduccionismo proviene del enfoque obsesivo sobre el museo, sea en forma de lamento por esta reliquia moribunda de la «esfera pública burguesa», sea mediante el discurso fetichizador de la site specificity (la intervención sobre la especificidad del lugar). Estas dos trampas parecen haber estado esperando al discurso sobre la crítica institucional, cuando surgió en Estados Unidos entre finales de los ochenta y comienzos de los noventa.

Era el periodo de la llamada «segunda generación» de la crítica institucional. Entre los nombres habitualmente citados se encuentran Renée Green, Christian Phillipp Müller, Fred Wilson y Andrea Fraser, artistas que prosiguieron la exploración sistemática de la representación museológica, examinando sus conexiones con el poder económico y sus raíces epistemológicas que se hunden en una ciencia colonial que trata al Otro como objeto a exhibir en una vitrina. Pero a este tipo clásico de crítica añadieron un «giro subjetivo», inimaginable sin la influencia del feminismo y la historiografía postcolonial, que les permitió tratar la manera en que las jerarquías externas de poder adoptaban la forma de ambivalencias dentro del sujeto, promoviendo una sensibilidad íntima a la coexistencia de múltiples modos y vectores de representación. Se da en este punto una convincente negociación entre el análisis especializado del discurso y una incardinada experimentación con el sensorium humano. Sin embargo, se resolvía en forma de metareflexiones sobre los límites de las prácticas mismas (en la mayoría de los casos, imitando los dispositivos museísticos o mediante performances en vídeo a partir de un guión) escenificadas en el seno de instituciones cada vez más descaradamente empresariales, hasta el punto de que se hizo crecientemente difícil mantener las investigaciones críticas al resguardo de sus propias acusaciones y de sus devastadoras conclusiones.

Esta situación en la que un proceso crítico acaba por tomarse a sí mismo como único objeto, condujo recientemente a Andrea Fraser a considerar la institución artística como el marco insuperable que todo lo define y que se sostiene mediante la interiorización de la crítica a él dirigido.[7] La mezcla del análisis determinista de Bourdieu sobre la clausura de los campos socioprofesionales con una confusión entre la jaula weberiana y el deseo foucaultiano de «alejarse de uno mismo» se internaliza en un tipo de gubernamentalización del fracaso que impide al sujeto hacer otra cosa que no sea contemplar su propia prisión psíquica, si bien compensada con algunos lujos estéticos.[8] Por desgracia, todo ello añade bien poco a la afirmación paradójicamente lúcida que Broodthaers resumió en una sóla página en 1975.[9] Para él, la única alternativa a una conciencia culpable parece ser la ceguera: ¡vaya solución! Y sin embargo, es la que Fraser elije en su intento de «defender la institución que potencialmente permite la institucionalización de la autocrítica vanguardista: la institución de la crítica».

Sin ningún tipo de relación antagonista o ni siquiera agonística con el status quo, sin ningún afán de cambiarlo, lo que se acaba por defender consiste en poco más que en una variación masoquista de la autoservicial «teoría institucional del arte» promovida por Danto, Dickie y sus seguidores (una teoría del reconocimiento recíproco entre miembros de un grupo de afines —lo que se llama equívocamente un «mundo»— reunidos por su culto al objeto artístico). Se cierra así el bucle, y lo que en el arte de los años sesenta y setenta había sido una corriente transformadora compleja, inquisitiva y a gran escala, parece llegar a una vía muerta con determinadas consecuencias institucionales: complacencia, inmovilidad, pérdida de autonomía, capitulación frente a distintas formas de instrumentalización...

 
Cambio de fase

Por lógica que parezca esta vía muerta, se extiende el deseo y la necesidad de llegar más allá. Nuestra primera labor es redefinir los modos, los medios y los objetivos de una posible tercera fase de la crítica institucional. La noción de transversalidad, tal y como fue elaborada por algunos practicantes del análisis institucional, nos ayuda a teorizar los agenciamientos heterogéneos que conectan actores y recursos del circuito artístico con proyectos y experimentos que no se agotan en el interior de dicho circuito, sino que se extienden hacia otros lugares.[10] Si se definen como arte los proyectos que de ahí resultan, dicha denominación no carece de ambigüedades, ya que se basan en una circulación entre disciplinas que con frecuencia incorporan una verdadera reserva crítica de posiciones marginales o contraculturales —movimientos sociales, asociaciones políticas, okupas o centros sociales, universidades o cátedras autónomas— que no pueden reducirse a una institucionalidad omniabarcante.

Estos proyectos tienden a ser colectivos, incluso cuando tienden a sortear, operando en redes, las dificultades que entraña el colectivismo. Sus inventores, que han crecido en el universo del capitalismo cognitivo, se ven lanzados de forma natural dentro de funciones sociales complejas que aferran en todos sus aspectos técnicos, totalmente conscientes de que la naturaleza secundaria del mundo se ve actualmente modelada por formas organizacionales tecnológicas. En casi todos los casos, es su compromiso político lo que les hace desear proseguir sus precisas investigaciones más allá de los límites de una disciplina artística o académica. Pero sus procesos analíticos son al mismo tiempo expresivos, y para ellos toda máquina compleja está inundada de afecto y subjetividad. Cuando estos aspectos subjetivos y analíticos se entremezclan en los nuevos contextos productivos y políticos del trabajo comunicacional (y no sólo en metareflexiones escenificadas únicamente para el museo) podríamos hablar de una «tercera fase» de la crítica institucional, o mejor aún, de un «cambio de fase» en la esfera pública que antes conocíamos, un cambio que ha transformado extensamente los contextos y modos de la producción cultural e intelectual en el siglo XXI.

El monográfico de la revista Multitudes, coeditado con transform y que fue publicado a su vez en varios idiomas en la revista web transversal, ofrece algunos ejemplos de este planteamiento.[11] Su propósito es esbozar un campo de problemas y llamar la atención sobre un tipo de práctica exploratoria que, sin ser nueva, surge cada vez con más urgencia. Antes que ofrecer una receta curatorial, lo que queremos es arrojar nueva luz sobre los viejos problemas de clausura de las disciplinas especializadas, sobre la parálisis intelectual y afectiva y la alienación de cualquier capacidad de establecer procesos democráticos de toma de decisiones que dicha clausura provoca, especialmente en una sociedad tecnológica, altamente compleja. Las formas de expresión, intervención pública y reflexividad crítica que se han desarrollado en respuesta a tales condiciones se pueden caracterizar como extradisciplinares, pero sin fetichizar la palabra a expensas del horizonte al que busca apuntar.

Al tomar en consideración este trabajo, y en particular los artículos que tratan asuntos tecnopolíticos, probablemente habrá quien se pregunte si no hubiera sido interesante evocar el nombre de Bruno Latour. Su ambición es la de «hacer las cosas públicas», o para ser más precisos, elucidar los encuentros específicos entre objetos técnicos complejos y procesos concretos de toma de decisiones (sean de jure o de facto políticos). Para ello, afirma, se debe proceder mediante «pruebas» establecidas de la manera más rigurosa posible, pero al mismo tiempo de forma necesariamente «desordenada», como son las propias cosas del mundo.[12]

Tengo para mí que hay algo definitivamente interesante en la máquina probadora de Latour (aun cuando tiende, inconfundiblemente, al productivismo académico de la «interdisciplinariedad»). La preocupación por cómo se modelan las cosas en el presente y el deseo de interferir constructivamente en los procesos y decisiones que las modelan caracterizan a quienes ya no sueñan con un afuera absoluto ni con el año cero de una revolución total. Sin embargo, basta tomar en consideración a los artistas invitados a nuestro número de Multitudes para observar las diferencias con Latour. Por mucho que uno lo intente, el oleoducto Baku-Tiblisi-Ceyhan de 1.750 kilómetros no puede reducirse a una «prueba» de nada, si bien Ursula Biemann ha logrado comprimirlo hasta constituir una de las diez secciones de sus Archivos del Mar Negro.[13] Atravesando Azerbayán, Georgia y Turquía antes de desembocar en el Mediterráneo, el oleoducto constituye el objeto de decisiones políticas aun cuando sobrepasa tanto la razón como la imaginación, implicando al planeta entero en la incertidumbre geopolítica y ecológica del presente.

De forma similar, los corredores paneuropeos de transporte y comunicación que atraviesan la antigua Yugoslavia, Grecia y Turquía, filmados por quienes participaban en el grupo Timescape iniciado por Angela Melitopoulos, son el resultado de uno de los procesos de planeamiento infraestructural más complejos de nuestra época llevado a cabo a nivel transnacional y transcontinental. Pero estos proyectos económicos, diseñados con precisión, son al mismo tiempo inextricables respecto de la memoria de sus precedentes históricos, y conducen hoy en día, inmediatamente, a una multiplicidad de usos, entre los que se cuenta también la autoorganización de protestas masivas que resisten conscientemente a la pretensión de manipular la vida cotidiana mediante procesos de planeamiento. Los seres humanos no tienen por qué desear ser la «prueba» viviente de una tesis económica ejecutada de arriba abajo con instrumentos sofisticados, incluso instrumentos mediáticos para distortionar sus proprias imágenes y afectos. La enseña insistentemente portada por una activista anónima, blandida frente a las cámaras de televisión durante las manifestaciones contra la cumbre de la Unión Europea en Tesalónica en 2003, lo dice todo: CUALQUIER SEMEJANZA CON PERSONAS O ACONTECIMIENTOS REALES ES ININTENCIONADA.[14]

La historia del arte ha emergido en el presente, y la crítica de las condiciones de representación se ha desbordado hacia las calles. Pero en ese mismo movimiento, las calles han tomado su lugar en nuestras críticas. En los ensayos filosóficos que hemos incluido en nuestro proyecto de publicación, institución y constitución siempre riman con destitución. El enfoque específico sobre las prácticas artísticas extradisciplinares no significa que hayamos olvidado la política radical, ni mucho menos. Hoy más que nunca, toda investigación constructiva tiene que enseñar una nueva resistencia.

 
Agradezco a Gerald Raunig y Stefan Nowotny su colaboración en este texto y en el proyecto de publicación Multitudes/transversal.



[1] Robert Smithson, «Cultural Confinement» (1972), en Jack Flam (ed.), Robert Smithson: The Collected Writings, Berkeley, University of California Press, 1996; Brian O'Doherty, Inside the White Cube: The Ideology of the Gallery Space (expanded edition), Berkeley, University of California Press, 1976/1986.

[2] Véase la introducción a la antología ReadMe!, Nueva York, Autonomedia, 1999. Uno de los mejores ejemplos de crítica inmanente es el proyecto Name Space de Paul Garrin (págs. 224-229), que buscaba reelaborar el DNS (domain name system) que constituye a la web como un espacio navegable.

[3] Véase Brian Holmes, «L'extradisciplinaire», en Laurence Bossé y Hans Ulrich Obrist (eds. y curadores), Traversées, catálogo del Musée d'Art Moderne de la Ville de Paris, 2001.

[4] Eyal Weizman, «Walking through Walls: Soldiers as Architects in the Israeli-Palestinian Conflict», Radical Philosophy, núm. 136, marzo-abril de 2006. Una nueva versión del artículo, revisada tras la invasión israelí de Líbano en el verano de 2007, forma parte de la publicación producida conjuntamente por la revista Multitudes y el proyecto transform (véase infra, nota 11); en castellano: «Caminar atravesando muros», en transversal: extradisciplinaire, enero de 2007, http://eipcp.net/transversal/0507/weizman/es.

[5] Véase Stefan Nowotny, «Anticanonización. El saber diferencial de la crítica institucional», transversal: do you remember institutional critique?, enero de 2006, http://eipcp.net/transversal/0106/nowotny/es.

[6] Benjamin H.D. Buchloh, «El arte conceptual de 1962 a 1969: de la estética de la administración a la crítica de las instituciones», trad. de Carolina del Olmo y César Rendueles, en Formalismo e historicidad. Modelos y métodos en el arte del siglo XX,  Madrid, Akal, 2004, p. 192

[7] «Al igual que el arte no puede existir fuera del campo artístico, tampoco nosotras podemos existir fuera del campo del arte, al menos no como artistas, críticos, curadoras, etcétera. Y lo que hacemos fuera del campo, en la medida en que permanece fuera, no puede tener efecto alguno sobre él. De manera que, si no hay un afuera para nosotras, ello no se debe a que la institución esté herméticamente cerrada o porque exista como un aparato del “mundo totalmente administrado” o porque haya crecido hasta ser omniabarcadora en su tamaño y alcance. Se debe a que la institución está en nuestro interior, y de nosotras mismas no podemos salir». Andrea Fraser, «From the Critique of Institutions to the Institution of Critique», en John C. Welchman (ed.), Institutional Critique and After, JRP/Ringier, Zúrich, 2006.

[8] Gerald Raunig, «Prácticas instituyentes. Huir, instituir, transformar», transversal: do you remember institutional critique?, op. cit., http://eipcp.net/transversal/0106/raunig/es.

[9] Marcel Broodthaers, «To be bien pensant […] or not to be. To be blind» (1975), October, núm. 42, Marcel Broodthaers: Writings, Interviews, Photographs, invierno de 1987.

[10] Félix Guattari, Psychanalyse et transversalité: essais d'analyse institutionnelle (1972), París, La Découverte, 2003 [para una recensión en castellano, véase el capítulo «El análisis institucional», en el prólogo de Marta Malo de Molina a su edición de textos Nociones comunes. Experiencias y ensayos entre investigación y militancia, Madrid, Traficantes de Sueños, 2004; reimpreso en transversal: prácticas instituyentes, agosto de 2004 (http://eipcp.net/transversal/0707/malo/es); así como también: Félix Guattari et al., La intervención institucional, México, Folios, 1981, y Juan C. Ortigosa (ed.), El análisis institucional. Por un cambio de las instituciones, Madrid, Abierto Ediciones, 1977, con textos de Guattari entre otros (N. del T.)].

[11] Véase Multitudes, núm. 28, L'extradisciplinaire: critique des institutions artistiques, primavera de 2007; y transversal: extradisciplinaire, mayo de 2007, http://eipcp.net/transversal/0507.

[12] Véase Bruno Latour y Peter Weibel (eds.), Making Things Public: Atmospheres of Democracy, Karlsruhe, ZKM, 2005.

[13] La videoinstalación Black See Files de Ursula Biemann, realizada en el contexto del proyecto Transcultural Geographies, ha sido expuesta con el resto de los trabajos de este proyecto en el KunstWerke (WK) de Berlín en 2005-2006, y posteriormente en la Fundació Tàpies de Barcelona en 2007 (http://www.fundaciotapies.org/site/article.php3?id_article=5048&var_recherche=zona+b). Véase el catálogo B Zone: Becoming Europe and Beyond, Anselm Frank (ed. y curador), Berlín, KW/Actar, 2005, así como el sitio de Biemann: http://geobodies.org.

[14] «Any similarity to actual persons or events is unintentional». La vídeoinstalación Corridor X de Angela Melitopoulos, así como el trabajo de otros miembros de Timescapes, ha sido expuesto y publicado en B Zone, citado supra, en la nota anterior. Véase también el sitio web de Angela Melitopoulos: http://www.videophilosophy.de [así como su texto «Timescapes: la lógica de la frase», en transversal: el lenguaje de las cosas, enero de 2007, http://eipcp.net/transversal/0107/melitopoulos/es].

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