01 2007 La memoria del cuerpo contamina el museoTraducción: Damian Kraus revisada por Ana Longoni Voy a dar un ejemplo personal: considero la poesía como uno de los
componentes
En Brasil, la crítica a la institución artística se manifiesta desde comienzos de los años 1960 en prácticas especialmente vigorosas y se intensifica en el transcurso de esa década; y ya desde entonces lo hace en el seno de un amplio movimiento contracultural que persiste aun después de 1964, cuando se instala en el país una dictadura militar. Con todo, a finales de la década dicho movimiento empieza a flaquear debido al efecto de las heridas asestadas en las fuerzas de creación por el recrudecimiento de la violencia de la dictadura militar con la promulgación del Acto Institucional Número 5, el llamado AI5,[2] en diciembre de 1968. Muchos artistas son forzados a exiliarse, ya sea por el riesgo inminente de ser encarcelados o sencillamente porque la situación se había vuelto intolerable: tal fue el caso de Lygia Clark. Como todo trauma colectivo de ese porte, el debilitamiento del poder crítico de la creación por efecto del terrorismo de Estado se extiende durante una década más, tras el regreso a la democracia de los años ochenta, cuando se instala el neoliberalismo en el país. A excepción de un breve período de agitación cultural en el seno del movimiento por el fin de la dictadura, a comienzos de los años ochenta, sólo más recientemente la fuerza crítica del arte se ha vuelto a activar con una generación que se afirma a partir de la segunda mitad de los años noventa, con cuestiones y estrategias concebidas en función de los problemas que trae aparejados el nuevo régimen, entonces sí ya plenamente instalado. Al igual que en prácticas similares que se llevan a cabo actualmente por doquier, una de las características de las estrategias actuales es la deriva extraterritorial, tal como la señala Brian Holmes. [3] En el caso de Brasil y de muchos otros países de Latinoamérica, en dicha deriva se privilegia la conexión con prácticas sociales y políticas (como por ejemplo el Movimiento de los Sin Techo del Centro de la ciudad de São Paulo). [4] Con todo, esto no implica desertar completamente de la institución artística, con la cual estas prácticas mantienen una relación desprejuiciada, en un movimiento fluido de entradas y salidas que en cada vuelta al territorio del arte tiende a inyectar dosis de fuerza poética en su cuerpo agonizante, que desencadenan micromovimientos de su desterritorialización crítica. Ésta es otra de las características de dichas prácticas, que la distingue de las propuestas que llevan la impronta de las generaciones de la crítica institucional de los años sesenta y setenta, tal como sugiere Holmes. El autor califica tal deriva como “extradisciplinaria”, para designar a aquello que circunscribe como una tercera generación de la crítica institucional, de manera tal de diferenciarla de las generaciones anteriores: la primera, la de los años sesenta y setenta, que caracteriza como “antidisciplinaria”, y la segunda, la de finales de los años ochenta y comienzos de los años noventa que, de acuerdo con Holmes, lleva al movimiento de la década anterior a su límite, revelando así el callejón sin salida ante el cual el arte se confronta al orientar la crítica en el interior de la propia institución artística. La tendencia extradisciplinaria que se afirma en los años noventa es una respuesta a dicho impás, como así también a las cuestiones que se plantean en el contexto del neoliberalismo, cuya hegemonía internacional coincide con el surgimiento de esta generación de artistas. Pero, al detectar en la actualidad la tendencia extradisciplinaria, el autor también pretende distinguirla de otras tendencias presentes en parte de la misma generación, que se vuelcan hacia lo que éste califica como “interdisciplinaridad” o “indisciplina”. Con el primer término, Holmes apunta una deriva similar hacia otras disciplinas, pero que es únicamente discursiva y que echa mano de un glamouroso virtuosismo con el objetivo de rellenar un texto vacío, un pastiche enteramente destituido de crítica, de fácil digestión por parte del mercado y muy al gusto de la demanda de estetización del nuevo régimen. Con el segundo término, el autor señala en ciertas prácticas actuales la presencia de una libertad de experimentación indisciplinada aparentemente similar a la de los movimientos de los años sesenta y setenta, pero cuya razón de ser es a decir verdad la adaptación a la flexibilidad de demanda de signos propia del sistema capitalista contemporáneo. En este contexto, tal como sabemos, el conocimiento y la creación se han convertido en objetos privilegiados de instrumentalización al servicio del mercado, lo que lleva a algunos autores a calificar al neoliberalismo globalizado como “capitalismo cognitivo” o “cultural”. En 1969, Lygia Clark escribe: “En el preciso momento en que el artista digiere el objeto, es digerido por la sociedad que ya le encuentra un título y una ocupación burocrática: será así el ingeniero de los pasatiempos del futuro, actividad que en nada afecta el equilibrio de las estructuras sociales” [5]. Una especie de profecía, ese pequeño texto constituye una prueba de la aguda lucidez de esta artista en relación con los efectos perversos del capitalismo cultural sobre el territorio del arte; y eso en 1969, cuando el nuevo régimen apenas sí despuntaba en el horizonte, pues se instalaría más incisivamente a partir de finales de los años setenta. Las formas de la crítica que Lygia pone en acción en sus propuestas de las dos décadas siguientes solamente encontrarán resonancia diez años después de su muerte, en el movimiento de deriva extradisciplinario emprendido por la nueva camada de artistas. Ante la evidencia de esta resonancia, y consecuentemente por la sustentación colectiva que entonces sí se le ofrecía al gesto crítico de la artista –que por otro lado había sido abolido por la forma que tomaba la incorporación reciente de su obra por parte del mercado–, decidí realizar un proyecto de construcción de memoria en torno a su trayectoria. Desarrollado entre 2002 y 2007, la intención del mismo fue crear las condiciones para la reactivación de la contundencia de dicha obra en su regreso al terreno institucional del arte. Lygia Clark se embarcó en su periplo como artista en 1947. Sus trece primeros años se consagraron a la pintura y la escultura. Desde 1963, con Caminando, su investigación experimentó un viraje radicalmente innovador que se mostró irreversible, al volcarse a la creación de propuestas que dependían del proceso que movilizaban en el cuerpo de sus participantes como condición de realización. Pero, ¿en qué consistían precisamente tales propuestas? Las prácticas experimentales de Lygia Clark suelen comprenderse como experiencias multisensoriales, cuya importancia habría radicado en desbordar la reducción de la investigación artística al ámbito de la mirada. Sin embargo, si bien la exploración del conjunto de los órganos de los sentidos era una cuestión de la época, de hecho compartida por Lygia Clark, los trabajos de esta artista fueron más lejos: el foco de su investigación consistía en la movilización de dos capacidades de las que serían portadores cada uno de los sentidos. Me refiero a las capacidades de percepción y de sensación, que nos permiten aprehender la alteridad del mundo respectivamente como un mapa de formas sobre las cuales proyectamos representaciones o como un diagrama de fuerzas que afectan a todos los sentidos en su vibratibilidad. Las figuras de sujeto y objeto solamente existen para la primera capacidad, que las supone y las mantiene en una relación de exterioridad. En tanto, para la segunda, el otro constituye una multiplicidad plástica de fuerzas que pulsan en nuestra textura sensible, que se convierte así en parte de nosotros mismos, en una especie de fusión. La tensión entre estas dos capacidades irreductiblemente paradójicas de lo sensible es lo que convoca y da impulso a la imaginación creadora (es decir, el ejercicio del pensamiento), la cual a su vez desencadena devenires de uno mismo y del medio en direcciones singulares y no paralelas, impulsadas por los efectos de sus encuentros[6]. Desde el comienzo de su recorrido, la experimentación artística de Lygia Clark apuntó a movilizar en los receptores de sus propuestas la aprehensión vibrátil del mundo, como así también su paradoja en relación con la percepción, con miras a afirmar la imaginación creadora que esta diferencia pondría en movimiento y su efecto transformador. El trabajo ya no se interrumpiría en la finitud de la espacialidad del objeto: pasaba a realizarse ahora como temporalidad en una experiencia donde el objeto se descosifica para volver a ser un campo de fuerzas vivas que afectan al mundo y son afectadas por éste, promoviendo así un proceso continuo de diferenciación. Fue ésa su manera de resistir a la tendencia de la institución artística de neutralizar la potencia de creación por medio de la reificación de su producto, al reducirlo a un objeto fetichizado. Efectivamente, la artista digirió el objeto: la obra deviene acontecimiento, acción sobre la realidad, transformación de la misma. Esta cuestión ya estaba presente en las estrategias pictóricas y esculturales de Lygia Clark[7]. Pero, tras 1963, la obra ya no puede existir más que en la experiencia del receptor, fuera de la cual los objetos se convierten en una especie de nada, resistiendo en principio a cualquier deseo de fetichización. El penúltimo paso se plasmó en el trabajo con sus estudiantes de La Sorbona, donde la artista fue docente entre 1972 y 1976[8]. Allí opta por exiliarse del territorio institucional y disciplinario del arte, migrando a la Universidad en el contexto del París estudiantil postsesentayocho, donde se hace más factible introducir en sus propuestas la alteridad y el tiempo, que habían sido expulsados del territorio del arte. Pero allí se revela a su vez que la experiencia que sus objetos suponen y movilizan como condición de su expresividad choca contra ciertas barreras subjetivas de sus participantes. Éstas son erigidas por la fantasmática inscrita en la memoria del cuerpo como producto de los traumas vividos en el pasado en los intentos de establecer este tipo de relación sensible con el mundo, intentos que habrían sido inhibidos por no haber encontrado eco en un entorno reacio a esta cualidad de relación con la alteridad del mundo (lo que puede agravarse en regímenes dictatoriales, donde este tipo de relación es objeto de humillaciones, prohibiciones o castigos, como es el caso de Brasil en los años sesenta-setenta). En otras palabras, Lygia Clark se da cuenta entonces de que era algo para nada evidente el concretar una de las cuestiones centrales de su investigación artística: la reactivación en los receptores de sus creaciones de esta cualidad de experiencia estética. Me refiero a la capacidad de los mismos de dejarse afectar por las fuerzas de los objetos creados por la artista y del ambiente donde éstos eran vivenciados; pero también y sobre todo, por la capacidad de dejarse afectar, por añadidura, por las fuerzas de los ambientes de su existencia cotidiana. Ante este impasse, la artista crea la Estructuración del Self, el último gesto de su obra, que acontece después de su regreso definitivo a Río de Janeiro, en 1976. El nuevo foco de investigación pasaba a ser entonces la memoria de los traumas y de sus fantasmas, cuya movilización dejaría así de ser un mero efecto colateral de sus propuestas para ocupar el propio centro nervioso de su nuevo dispositivo. Lygia Clark procuraba explotar el poder de aquellos objetos para traer a la luz esta memoria y “tratarla” (una operación a la que denominaba “vomitar la fantasmática”). Por ende, es la propia lógica de su investigación lo que la llevó a inventar su postrera propuesta artística, a la cual se le agregaba una dimensión deliberadamente terapéutica. La artista trabajaba con cada persona individualmente en sesiones que duraban una hora, de una a tres veces por semana, durante meses y en ciertos casos más de un año. Su relación con el receptor, mediada por los objetos, se había vuelto indispensable para la realización de la obra: a partir de sus sensaciones de la presencia viva del otro en su propio “cuerpo vibrátil”[9] en el transcurso de cada sesión, la artista iba definiendo el uso singular de los Objetos Relacionales[10]. Esta misma cualidad de la apertura al otro es lo que ella procuraba provocar en aquéllos que participaban de este trabajo. En ese laboratorio clínico-poético, la obra se realizaba en la toma de consistencia de esta cualidad de relación con la alteridad en la subjetividad de sus receptores. La investigación de esta cualidad relacional en sus propuestas artísticas fue posiblemente la manera que Lygia Clark halló para desplazarse de la política de subjetivación signada por el individualismo en ese entonces ya dominante, tal como se presentaba —y se presenta cada vez más— en el terreno del arte: la pareja formada por el artista inofensivo en estado de goce narcisista y su espectador-consumidor en estado de anestesia sensible. En este sentido, la noción de “relacional”, médula de la poética pensante de la obra de Lygia Clark, podría servirnos como lupa suplementaria para distinguir actitudes en la masa de propuestas aparentemente similares que prolifera en los días actuales, sumándose a las distinciones planteadas por Holmes entre la tendencia crítica volcada a la “extradisciplinaridad”, de un lado, y la tendencia acrítica volcada a la “interdisciplinaridad” y a la “indisciplina”, del otro. En el interior del circuito institucional, las propuestas que se ha dado en calificar y teorizar como “relacionales”[11] (lo que incluye aquéllas categorizadas bajo el rótulo de “interactividad”, “participación del espectador” y otras) se reduce a menudo a un ejercicio estéril de entretenimiento que contribuye a la neutralización de la experiencia estética, cosa de ingenieros de pasatiempos, parafraseando a Lygia Clark. Una “tendencia” perfectamente al gusto del capitalismo cognitivo que se expande junto con éste, exactamente al mismo ritmo, velocidad y dirección. Tales prácticas establecen una relación de exterioridad entre el cuerpo y el mundo, donde todo se mantiene en el mismo lugar y la atención se mantiene entretenida, inmersa en un estado de distracción que vuelve a la subjetividad insensible a los efectos de las fuerzas que agitan el medio que la circunda. Así, la supuesta indisciplina de tales propuestas, o la interdisciplinaridad estéril de los floreos discursivos que suelen acompañarlas constituyen los medios privilegiados de producción de una subjetividad fácilmente instrumentalizable. En este sentido, podemos considerar que, al menos en lo que hace a la intención, es otra la situación de las denominadas prácticas “extradiscipinarias”. Éstas se caracterizan por un movimiento deliberado de deriva que las lleva hacia fuera de las fronteras del circuito e incluso a contracorriente. Me refiero principalmente a las propuestas que se infiltran en los intersticios más tensos de las ciudades, usuales en Latinoamérica. En este movimiento, las mismas se acercan a menudo a las prácticas militantes. Pero, en este nuevo contexto, ¿qué estaría aproximando a artistas y activistas? ¿Qué tendrían en común sus prácticas? Por otra parte, ¿qué las diferenciaría en su intersección? Las acciones activistas y las acciones artísticas tienen en común el hecho de constituir dos maneras de enfrentar las tensiones de la vida social en los puntos donde su dinámica de transformación se encuentra obturada. Ambas tienen como blanco la liberación del movimiento vital, lo que hace de ellas actividades esenciales para la salud de una sociedad —es decir, la afirmación de su potencial inventivo de cambio cuando éste se hace necesario—. Pero son distintos los órdenes de tensiones que cada una enfrenta, como así también las operaciones de ese enfrentamiento y las facultades subjetivas que involucran. La operación propia del activismo, con su potencia macropolítica, interviene en las tensiones que se producen en la realidad visible, estratificada, entre polos en conflicto en la distribución de los lugares establecida por la cartografía dominante en un determinado contexto social (conflictos de clase, de raza, de género, etc.). La acción activista se inscribe en el corazón de esos conflictos, ubicándose en la posición del oprimido y/o del explotado, y tiene por objeto luchar en pos de una configuración social más justa. En tanto, la operación propia de la acción artística, con su potencia micropolítica, interviene en la tensión de la dinámica paradójica ubicada entre la cartografía dominante, con su relativa estabilidad de un lado, y del otro la realidad sensible en permanente cambio, producto de la presencia viva de la alteridad que no cesa de afectar nuestros cuerpos. Tales cambios tensan la cartografía en curso, cosa que termina por provocar colapsos de sentido. Éstos se manifiestan en crisis en la subjetividad que llevan al artista a crear, de manera tal de dotar de expresividad a la realidad sensible que genera esa tensión. La acción artística se inscribe en el plano performativo —visual, musical, verbal u otro—, operando cambios irreversibles en la cartografía vigente. Al cobrar cuerpo en sus creaciones, estos cambios hacen que las mismas se vuelvan portadoras de un poder de contagio en su recepción. Como escribe Guattari: “Cuando una idea es válida, cuando una obra de arte corresponde a una mutación verdadera, no son precisos artículos en la prensa o en la televisión para explicarla. Se transmite directamente, tan deprisa como el virus de la gripe japonesa”[12]. En definitiva: del lado de la militancia, nos encontramos ante las tensiones propias de los conflictos en el plano de la cartografía de lo real visible y decible (el plano de las estratificaciones que delimitan los sujetos, los objetos y sus representaciones); del lado del arte, estamos ante las tensiones existentes entre este plano y el que se ya anuncia en el diagrama de lo real sensible, invisible e indecible (el plano de los flujos, intensidades, sensaciones y devenires). El primero convoca principalmente la percepción, y el segundo la sensación. Si bien el arte en su deriva extraterritorial se acerca al activismo en el contexto del capitalismo cultural, esto se debe al bloqueo de la potencia política que le es peculiar, ocasionado por el nuevo régimen. Tal bloqueo es producto de la lógica mercantil-mediática que éste impuso en el terreno del arte, que actúa dentro y fuera del mismo. Dentro del terreno del arte, la operación es más obvia: consiste en asociar a las prácticas artísticas los logotipos de las empresas, añadiéndoles así “poder cultural”, lo que incrementa su poder de seducción en el mercado. Y lo propio vale para las ciudades, que hoy en día tienen en los museos de arte contemporáneo, con sus ostentosas arquitecturas, uno de sus principales equipamientos de poder para insertarlas en el escenario del capitalismo globalizado, volviéndolas así polos más atrayentes para las inversiones. Y es seguramente al sentir la exigencia de enfrentar la opresión de la dominación y de la explotación en su propio terreno, producto de la relación entre el capital y la cultura en el neoliberalismo, que los artistas empezaron a optar por estrategias extradisciplinarias, añadiendo la dimensión macropolítica a sus acciones. Con todo, el bloqueo de la potencia crítica del arte se lleva a cabo también fuera de su terreno, pues la lógica mercantil-mediática no solamente tiene en las fuerzas de creación una de sus principales fuentes de extracción de plusvalía, tal como sabemos, sino y sobre todo porque opera una instrumentalización de las mismas para constituir lo que designaré como la “imagosfera” que hoy recubre enteramente el planeta —una capa continua de imágenes que como un filtro se interpone entre el mundo y nuestros ojos, que los vuelve ciegos ante la tensa pulsación de la realidad. Dicha ceguera, sumada a la identificación acrítica con estas imágenes (que tiende a producirse en los más diversos estratos de la población por todo el planeta) es precisamente lo que prepara a las subjetividades para someterse a los designios del mercado, lo que hace posible reclutar a todas las fuerzas vitales para la hipermáquina de producción capitalista. Debido a que la vida social el destino final de la fuerza inventiva así instrumentalizada —que es sistemáticamente desviada de su cauce hacia la producción de la intoxicante imagosfera—, es precisamente la vida social el lugar que muchos artistas han escogido para montar sus dispositivos críticos, impulsados a arrojarse a una deriva hacia fuera del terreno igualmente irrespirable de las instituciones artísticas. En ese éxodo se crean otros medios de producción artística, como así también otros territorios vitales (de allí la tendencia a organizarse en colectivos que se relacionan entre sí juntándose a menudo en torno a objetivos comunes, ya sea en el terreno cultural o en el terreno político, para retomar luego su autonomía). En estos nuevos territorios vuelven a respirar tanto la relación vibrátil con la alteridad viva (es decir, de la experiencia estética), como el ejercicio de la libertad del artista de crear en función de las tensiones indicadas por los afectos del mundo en su cuerpo, lo que tropieza con muchas barreras en el terreno del arte. La dimensión macropolítica que se activa en este tipo de prácticas artísticas es lo que las acerca a los movimientos sociales en la resistencia a la perversión del régimen imperante. Tal acercamiento encuentra reciprocidad en los movimientos sociales, que a su vez son llevados a añadir una dimensión micropolítica a su activismo tradicionalmente ceñido a la macropolítica. Esto sucede porque en el nuevo régimen la dominación y la explotación económica tienen en la manipulación de la subjetividad vía imagen una de sus principales armas, cuando no “la” principal; su lucha, por lo tanto, deja de restringirse al plano de la economía política para englobar los planos de la economía del deseo y la política de la imagen. La colaboración entre artistas y activistas en la actualidad se impone muchas veces como condición necesaria para llevar a buen puerto el trabajo de interferencia crítica que cada uno de ellos emprende en un ámbito específico de lo real y cuyo encuentro produce efectos de transversalidad en cada uno de los respectivos terrenos. Una vez identificada la deriva extraterritorial, acorde con la visión que Holmes nos suministra con su cartografía, estamos en condiciones de imprimir mayor precisión aún al trazado de la misma. Sucede que resulta necesario diferenciar actitudes también en esta deriva. Si bien en el contexto del capitalismo cultural los artistas comparten con los activistas los mismos focos de tensión de la realidad, las prácticas artísticas de interferencia más contundente en la vida pública no son las que en su acercamiento a las prácticas militantes terminan por confundirse con éstas –reduciendo así su campo de acción a la macropolítica y corriendo el riesgo de volverse estrictamente pedagógicas, ilustrativas e incluso panfletarias. En efecto, las prácticas artísticas de interferencia más contundente son aquéllas que afirman la potencia política propia del arte. Y en esto, nuevamente puede servirnos de lente la noción de “relacional”, tal como se define en las propuestas de Lygia Clark. En esta deriva en dirección hacia la vida pública, las intervenciones artísticas que preservan su potencia micropolítica serían aquéllas que se hacen a partir del modo en que las tensiones del capitalismo cultural afectan el cuerpo del artista, y es esta cualidad de relación con el presente lo que dichas acciones pretenden convocar en sus receptores. Y cuanto más preciso es su lenguaje, mayor es el poder de las mismas para liberar la expresión y sus imágenes de un uso perverso. Esto favorece otros usos de las imágenes, otras formas de recepción y también de expresión, que pueden introducir nuevas políticas de la subjetividad y de su relación con el mundo —es decir, nuevas configuraciones del inconsciente en el campo social, en ruptura con las referencias dominantes—. En otras palabras, lo que este tipo de práctica puede suscitar en aquéllos que la reciben no es sencillamente la conciencia de la dominación y la explotación, su cara visible, macropolítica, como lo hace el activismo, sino la experiencia de estas relaciones de poder en el propio cuerpo, su cara invisible, inconsciente, micropolítica, que interfiere en el proceso de subjetivación allí donde éste queda cautivo. Frente a dicha experiencia, tiende a ser imposible ignorar el malestar que esta perversa cartografía nos provoca, lo que puede llevarnos a romper el hechizo del poder de la imagosfera neoliberal sobre nuestros ojos, despertando así su vibratilidad de la larga y morbosa hibernación. Así se adquiere una mayor precisión de foco en procura de una práctica de resistencia efectiva, incluso en el plano macropolítico. En compensación, ésta se debilita cuando todo lo relativo a la vida social vuelve a reducirse exclusivamente a la macropolítica, haciendo de los artistas que actúan en este terreno meros escenógrafos, diseñadores gráficos y/o publicistas del activismo (cosa que favorece además a las fuerzas reactivas que predominan en el territorio institucional del arte, suministrándoles argumentos para justificar su separación de la realidad y su despolitización). El nuevo contexto lleva a la colaboración entre artistas y activistas que permite sortear el abismo existente entre la micro y la macropolítica, que caracterizó a la conturbada relación de amor y odio entre los movimientos artísticos y los movimientos políticos a lo largo del siglo XX, responsable de muchos de los fracasos de las tentativas colectivas de cambio. Pero, para ello, se hace necesario mantener la tensión de esta diferencia irreconciliable, de manera tal que ambas potencias —micro y macropolíticas— se mantengan activas, y se preserve su transversalidad en las acciones artísticas y militantes que la nueva situación favorece en cada una de ellas, y por extensión en la vida social en general. Una relación signada por un “y” tensado entre acciones radicalmente heterogéneas, distinta de las relaciones caracterizadas ya sea por la reducción de una a la otra, por la opción por una “u” otra o aun por la alucinación de su síntesis, pero también por la suposición de su no-relación, pues, como sugiere Rancière: “El problema no es mandar a cada uno a lo suyo, sino mantener la tensión que hace tender una a la otra, una política del arte y una poética de la política que no pueden unirse sin autosuprimirse”[13]. Sensible precozmente a este estado de cosas, Lygia Clark optó por la soledad de esta postura extradisciplinaria ya en los años setenta, mucho antes de que la misma se volviera objeto de un amplio movimiento colectivo de crítica en el terreno del arte. El trabajo desarrollado en esta deriva consistió en la construcción de un territorio singular al cual la artista fue dando cuerpo paso a paso en el decurso de toda su trayectoria. Con la Estructuración del Self se completa esta construcción. En tal sentido, resulta importante reconocer que Lygia abandonó efectivamente el campo del arte y optó por el campo de la clínica, tras su breve paso por la Universidad. Ésta es una decisión estratégica que debe reconocerse como tal. Se trataba de hacer un cuerpo en el exilio del territorio institucional del arte donde su potencia crítica no encontraba resonancia y tendía a borrarse en la esterilidad de un campo sin alteridad (lo que se agravaba más aún en el Brasil bajo dictadura). En esa migración, la artista reinventa lo público en su sentido fuerte de subjetividades portadoras de la experiencia estética que había desaparecido del universo del arte, allí donde éste había sido sustituido por una masa indiferenciada de consumidores, desprovistos del ejercicio vibrátil de su sensibilidad y cuya definición se reduce a su clasificación en categorías establecidas estadísticamente. Con sus dispositivos, Lygia construye este nuevo público en una relación con cada uno de sus receptores, que tiene como objeto la política de subjetivación, y como medio, la duración (la condición para interferir en este campo, que permite reintroducir allí la alteridad, la imaginación creadora y el devenir). Pero, si bien con esta démarche Lygia Clark se inscribe en el movimiento de deriva extradisciplinaria que vendría a tomar cuerpo dos décadas más tarde, su gesto se vio conminado a quedarse en el exilio, ya que el territorio del arte no estaba preparado para recibirlo. En tal sentido, su obra tuvo que mantenerse parcialmente prisionera de la postura antidisciplinaria que caracterizara a los movimientos de su época. Desde el punto de vista de este territorio insólito que la artista constituyó con su obra, la estética, la clínica y la política se revelan como potencias de la experiencia, inseparables en su acción de interferencia en la realidad subjetiva y objetiva. Como vimos, opera en esta propuesta una intervención sutil en el estado de empobrecimiento de la creación y la recepción en el circuito institucional del arte, síntoma de la política de subjetivación del nuevo régimen capitalista. Pero la cosa no se detiene ahí: la reactivación de la experiencia estética que estas propuestas promovían consistió más ampliamente en un acto terapéutico y de resistencia política en el tejido de la vida social que fue más allá de las fronteras del campo del arte y puso así en crisis su supuesta autonomía. Con ese trabajo, sus “clientes” brasileños —así calificaba Lygia Clark a quienes se disponían a vivenciar la experiencia— estarían probablemente mejor equipados para tratar los efectos tóxicos que el poder dictatorial producía sobre su potencia de creación. Pero también para evitar que esta fuerza fuese tan fácilmente instrumentalizada en el momento de su reactivación a cargo del poder perverso del nuevo régimen.[14] Esta triple potencia de la obra de Lygia Clark —estética, clínica y política— es lo que quise reactivar con el proyecto de construcción de memoria, ante la niebla de olvido que la envuelve. Pero, ¿qué quiere decir “olvido” en el caso de un cuerpo de obras como éste que es al contrario cada vez más celebrado en el circuito internacional del arte? En efecto, durante la vida de Lygia y aún pasados diez años desde su muerte, sus prácticas experimentales no tuvieron ninguna recepción en el territorio del arte. En 1998, el circuito institucional reconoce al fin las propuestas experimentales de la artista[15], pero a partir de entonces éstas pasan a ser fetichizadas: se exponen los objetos que participaban en estas acciones o se rehacen tales acciones ante espectadores externos a las mismas. Si la artista había hecho de su obra la digestión del objeto para reactivar el poder crítico de la experiencia artística, el circuito ahora digería a la artista, haciendo de ella el ingeniero de pasatiempos de un futuro que ya había llegado, lo que “en nada afecta el equilibrio de las estructuras sociales”, exactamente como ella lo había vaticinado. En el mejor de los casos se presentan documentos, pero éstos apenas si permiten aprehender tales acciones fragmentariamente y en su mera exterioridad, destituidas de su esencia “relacional”. Se anula así el valiente esfuerzo del gesto crítico de la artista, de manera tal de hacer de su obra una lujosa exquisitez en el banquete de la instrumentalización. El malestar que esta situación me provocaba cada vez que me deparaba con la obra de Lygia Clark encerrada en el territorio de la clínica o reducida a una nada fetichizada en el territorio del arte es lo que me impuso la exigencia de inventar una estrategia de transmisión de aquello que estaba en juego en estas prácticas, a fin de que activase así la contundencia de su gesto en el preciso momento de su incorporación neutralizadora por parte del sistema del arte. Si el chuleo de la energía crítica de las propuestas de Lygia Clark con los fines del capitalismo cultural sería su muerte, el dejarlas en la clínica, destituidas del sentido del gesto migratorio que las había caracterizado, sería confinarla a una nueva disciplina, apagándoles así la llama disruptiva de esta deriva. Como en todo exilio, si el territorio de la clínica le había servido de cuerpo prótesis para reactivar la vitalidad de la creación agonizante en el territorio del arte, el proceso proseguiría con el retorno al mismo, con la condición de que el cuerpo de su obra reinventado y revitalizado en el exilio irradiase allí su potencia, abriendo espacios de pulsación poética. Pero, ¿cómo transmitir una obra que no es visible, ya que se realiza en la temporalidad de los efectos de la relación que cada persona establece con los objetos que la componen y con el contexto establecido por su dispositivo? El promover un trabajo de memoria mediante la realización de varias entrevistas que habrían de registrarse cinematográficamente fue el camino de respuesta que hallé. La idea era producir un registro vivo de reverberación del cuerpo constituido por Lygia en su exilio del arte, en su entorno cultural y político, en el Brasil y en la Francia de la época. El objetivo era reflotar la memoria de las potencias de estas propuestas mediante una inmersión en las sensaciones vividas en las experiencias que las mismas promovían. Para ello, no bastaba con acotar las entrevistas a aquéllos que estaban directamente ligados a Lygia Clark, su vida y/o su obra; urgía producir igualmente una memoria del contexto en el que su poética tuvo su origen y sus condiciones de posibilidad, ya que la intervención en la política de subjetivación de relación con el otro por entonces dominante estaba en el aire del tiempo y se daba igualmente, de otros tantos modos, en el efervescente ambiente contracultural de la época. Era particularmente importante convocar y registrar la angustiante experiencia del abismo que se interponía entre las acciones macro y micropolíticas (que se manifestaban en la guerrilla y en la contracultura, respectivamente) en una especie de mutuo rechazo paranoico. Este abismo ahora podía problematizarse, ya que empezaba a transponerse. Se hacía necesario incitar la reanudación de un trabajo de elaboración que había sido impedido hasta ese momento como resultado de la superposición de los efectos nefastos de la dictadura y del neoliberalismo en el ejercicio del pensamiento (tarea para la cual yo contaba con mis treinta y tantos años de práctica clínica). En definitiva, se trataba de producir una memoria de los cuerpos que la experiencia de las propuestas de Lygia Clark había afectado, y allí donde la misma se inscribiera, para hacerla pulsar en el presente, ya que su suelo, irrigado en el transcurso de treinta años por las sucesivas generaciones de la crítica institucional, volvía a ser potencialmente fertilizable. La operación iría a contrapelo de la neutralización de la obra de Lygia Clark en su regreso a este territorio impulsado por el mercado. La apuesta apuntaba a que la reactivación de esta memoria —especialmente la del legado de esta artista— agenciada con el vigor del movimiento artístico reavivado por la actual generación de crítica institucional, tendría el poder de añadir a éste nuevas fuerzas, oriundas de estas poéticas ancestrales y, recíprocamente, el poder de aportar nuevas fuerzas hacia la experiencia de dichas poéticas ancestrales que se habían vuelto objeto de un olvido defensivo. De esta manera, éstas podrían reactivarse y llevar a un replanteo de sus cuestiones en la confrontación con el presente. La estrategia hizo posible la escucha de un concierto de voces paradójicas y heterogéneas, signadas por el tono de la singularidad de las experiencias vividas y, por lo tanto, disonantes de los timbres a los cuales estamos habituados, ya sea en el campo del arte, la clínica o la política. A tal fin, se realizaron sesenta y seis entrevistas en Francia, Estados Unidos y Brasil, cuyo producto es una serie de dvds[16]. En el transcurso de las filmaciones, Corinne Diserens, quien dirigía en la época el Musée des Beaux-Arts de Nantes, propuso que pensásemos en una exposición basada en este material. Otro desafío se nos planteaba entonces: ¿sería pertinente llevar esta obra al espacio museológico, sabiendo que Lygia Clark había desertado de este territorio en 1963? ¿Y si la artista estuviera todavía viva, habría optado por la circulación de doble mano que se ha vuelto posible en la actualidad? Nunca lo sabremos. No obstante, de algo podemos estar seguros: reaccionaría enérgicamente al modo en que su obra ha sido trasladada nuevamente al museo. Pero Lygia ya no está entre nosotros, y la decisión de cómo reaccionar ante esta vuelta solamente podemos tomarla nosotros mismos. Al asumir la responsabilidad y el riesgo de esta decisión, opté por interferir en los parámetros de transmisión de su obra, en el interior del propio museo. Pero, ¿cómo transmitir un trabajo como el de Lygia Clark en este tipo de espacio? La exposición aportó entonces una respuesta posible en el recurso de la memoria, que constituyó su nervio central. Las películas impregnaban memoria viva en el conjunto de objetos y documentos expuestos, restituyéndoles el sentido, es decir, la experiencia estética, indisociablemente clínica y política, vivida por quienes tomaron parte en estas acciones y en el contexto donde tuvieron lugar. Yo suponía que solamente así se podría ir más allá de la condición de archivo muerto que caracteriza a los documentos y objetos que restan de estas acciones, para hacer de dichos elementos una memoria viva, productora de diferencias en el presente. A tal fin yo contaba con un tipo de experiencia de trabajo clínico en el ámbito social, introducida por la psicoterapia y el análisis institucional. A ello me había dedicado durante los mismos años setenta y ochenta, cuando Lygia desarrollaba sus experimentaciones relacionales. En dichas décadas, un amplio movimiento de crítica institucional agitaba el campo de la salud mental en diversos países, provocando rupturas irreversibles. Probablemente fue ésta la razón por la cual Lygia escogió este campo y no otro para hacer su deriva extraterritorial (período en el cual en el territorio del arte, en cambio, el movimiento crítico se había callado, bajo el peso aplastante del mercado del arte que llega a su apogeo en los años ochenta). Lo que me lleva a suponer la razón de esta elección es el vivo interés que estos movimientos habían suscitado en Lygia —especialmente la experiencia de psicoterapia institucional emprendida en La Borde, hospital psiquiátrico cuyo director clínico era Guattari, y también su despliegue en el esquizoanálisis, fruto de la colaboración del psicoanalista con Deleuze—. La artista leyó con avidez El antiedipo, la primera obra conjunta de los autores, en el momento de su publicación en 1972, y allí encontrará una curiosa sintonía con sus propias investigaciones. No es quizá la mejor manera de plantear el problema de cómo presentar este tipo de propuestas el cuestionar si los museos todavía permiten este tipo de deflagración crítica. A diferencia de lo que pensaba la primera generación de la crítica institucional, no existen regiones de la realidad que sean buenas o malas en una supuesta esencia identitaria o moral que las definiría de una vez por todas. Es necesario desplazar los datos del problema, tal como se ha hecho más recientemente. El foco de la cuestión debe ser ético: hay que rastrear las fuerzas que invisten cada museo y en cada momento de su existencia, desde las fuerzas más poéticas hasta las de neutralización instrumental más indigna. Entre ambos polos, activo y reactivo, se afirma una multiplicidad cambiante de fuerzas, en grados de potencia variados y variables, en un constante reordenamiento de los diagramas de poder. No existen fórmulas pret-à-porter con las que se pueda realizar semejante evaluación. Para tal tarea, los artistas, los críticos y los comisarios pueden únicamente contar con las potencias vibrátiles de sus propios cuerpos, para hacerse vulnerables a los nuevos problemas que pulsan en la sensibilidad en cada contexto y en cada momento, procurando traerlos posteriormente hacia lo visible y/o lo decible. En el caso de los comisarios, por ejemplo, tal vulnerabilidad les sirve para husmear las propuestas artísticas que tendrían el poder de actualizar estos problemas hasta ahora virtuales, asumiendo la responsabilidad ética de su función, conscientes del valor político (y clínico) de la experiencia artística. El siguiente paso sería buscar el lugar y la estrategia de presentación adecuados a la singularidad de cada una de estas propuestas, con el fin de crear sus condiciones de transmisibilidad. Que tales acciones artísticas se plasmen o no en espacios museológicos dependerá de su singularidad y de la calidad del problema que se encuentra en su origen; y si bien en ciertos casos el museo puede ser uno de los lugares posibles para tales acciones, la elección acerca de la institución adecuada a ello ha de pasar por una cartografía de las fuerzas en juego antes de hacer efectiva cualquier iniciativa. Es de esta manera que la fuerza propiamente poética puede participar en el destino de una sociedad, contribuyendo así a que su vitalidad pueda afirmarse inmune al seductor llamado del mercado, que le propone orientarse exclusivamente de acuerdo con sus intereses. La fuerza poética es una de las voces de la polifonía paradójica a través de la cual se delinean los devenires heterodoxos e imprevisibles de la vida pública. Estos devenires no cesan de inventarse, para liberar la vida de los impasses que tienen lugar en los focos infecciosos donde el presente se vuelve intolerable. El artista tiene un oído fino para los sonidos inarticulados que nos llegan desde lo indecible en los puntos donde se deshilacha la cartografía dominante. Su poesía es la encarnación de tales sonidos que así se hacen escuchar entre nosotros. “Los microprocesos revolucionarios pueden no ser del orden de las relaciones sociales. Por ejemplo, la relación de un individuo con la música o con la pintura puede acarrear un proceso de percepción y de sensibilidad completamente nuevo”[17], señala Guattari. Y el esquizoanalista recomienda: “deberíamos recetar poesía como se recetan vitaminas”. Y es quizá por haber producido dosis generosas de fuerza poética que el legado de Lygia Clark sigue alimentando el pensamiento en nuestra actualidad. [1] Félix Guattari y Suely Rolnik, Micropolítica. Cartografias do desejo, Vozes, São Paulo 1986, 7a ed. revisada y ampliada, 2007, pág. 269. Versión en castellano: Micropolítica. Cartografías del deseo. Tinta Limón, Buenos Aires, 2006, pág. 328; Traficantes de Sueños, Madrid, 2006, pág. 263. [2] El Acto Institucional N° 5, promulgado por la dictadura militar en 13 de diciembre de 1968, permitía castigar con la pena de prisión cualesquiera acciones o actitudes que se considerasen subversivas, sin derecho a recurso de habeas corpus. [3] cf. Brian Holmes, “L'extradisciplinaire”, publicado con motivo de un trabajo de cuestionamiento en colaboración con François Deck, en la exposición Traversées, Musée d'art Moderne de la Ville de París, 2001. cf. también, del mismo autor, “L'extradisciplinaire. Vers une nouvelle critique Institutionnelle”, Multitude, nº 28, París, 2007. [4] Uno de entre los innumerables ejemplos del movimiento de entradas y salidas del campo institucional del arte es la participación de trece colectivos de São Paulo en la IX Bienal de La Habana con el título Territorio São Paulo. (Disponible online. En: http://www.bienalhabana.cult.cu/protagonicas/proyectos/proyecto.php?idb=9&&idpy=23). [5] Lygia Clark, “L’homme structure vivante d’une architecture biologique et celulaire”. En Robho, nº 5-6, París, 1971 (fascímil de la revista disponible. En Suely Rolnik & Corinne Diserens (eds.) Lygia Clark, de l’oeuvre à l’événement. Nous sommes le moule, à vous de donner o souffle, catálogo de exposición, Musée de Beaux-Arts de Nantes, Nantes, 2005. Versión brasileña: Lygia Clark, da obra ao acontecimento. Somos o molde, a você cabe o sopro. Pinacoteca del Estado de São Paulo, São Paulo, 2006 (encarte con la traducción al portugués de los dossiers de Lygia Clark. En: Robho). Texto disponible en castellano en su reedición titulado “El cuerpo es la casa: sexualidad, invasión del ‘territorio’ individual”. En Manuel J. Borja Villel y Nuria Enguita Mayo (eds.), Lygia Clark (catálogo de exposición), Fundació Antoni Tàpies, Barcelona, 1997, págs. 247-248. [6] Para obtener más aclaraciones acerca de la doble capacidad de lo sensible y su paradoja, como así también de su presencia central en la poética de Lygia Clark, cf. Suely Rolnik, “D’une cure pour temps dénués de poésie”, op. cit., pp.13-26. Versión en castellano: “Una terapéutica para tiempos desprovistos de poesía”. En: Cuerpo y mirada: huellas del siglo XX, MNCARS, Madrid, 2007 (en imprenta). [7] cf. Suely Rolnik, “Molding a Contemporary Soul: The Empty-Full of Lygia Clark”. En: Rina Carvajal y Alma Ruiz (eds.). The Experimental Exercise of Freedom: Lygia Clark, Gego, Mathias Goeritz, Hélio Oiticica and Mira Schendel. The Museum of Contemporary Art, Los Angeles, 1999, págs. 55-108. [8] Lygia Clark fue docente de la —en ese entonces recién creada— U.F.R. d’Arts Plastiques et Science de l’Art de l’Université de París I, en La Sorbona (facultad conocida como St. Charles). [9] “Cuerpo vibrátil” es una noción que he venido trabajando desde 1987, cuando la propuse por primera vez en mi tesis doctoral publicada como libro en 1989 (Cartografía sentimental. Transformações contemporâneas do deseo. Reedición Porto Alegre: Sulinas, 2006, 3ª edición 2007). Dicha noción se refiere a la capacidad de los órganos de los sentidos de dejarse afectar por la alteridad, e indica que es todo el cuerpo el que tiene tal poder de vibración de las fuerzas del mundo. [10] Objetos relacionales, tal el nombre genérico que Lygia Clark asignó a los objetos que habían migrado de propuestas anteriores a la Estructuración del Self, o que ella creaba especialmente con este fin. [11] cf. especialmente Nicolas Bourriaud, Esthétique Relationnelle, Presses du Réel, Dijon, Francia. 2002. [12] Félix Guattari y Suely Rolnik, Micropolítica. Cartografias do desejo. op. cit. pág. 132. Versión en castellano: Micropolítica. Cartografías del deseo. Traficantes de Sueños, op. cit. págs. 132-133; o Tinta Limón, op.cit. pág. 162. [13] Jacques Rancière, “Est-ce que l’art resiste à quelque chose?”, conferencia dictada en el marco del V Simposio Internacional de Filosofía – Nietzsche y Deleuze “Arte y Resistencia”, Fortaleza (CE), 8-12/11/2004. [14] cf. Suely Rolnik, “Geopolítica da cafetinagem” / “The geopolitics of pimping”. En: Rizoma.net, revista electrónica, Documenta 12 Magazine Project, 2006. Versión en castellano: “Geopolítica del chuleo”. En: Brumaria 7, Arte, máquinas, trabajo inmaterial, Madrid, Documenta 12 Magazine Project, 2006. Versión en alemán: “Geopolitik der Zuhälterei”. En Transform.eipcp.net/Transversal “subjectivities and machines”, 10/2006. [15] Me refiero a la pequeña sala dedicada a algunas de las propuestas experimentales de Lygia Clark en la Documenta X y sobre todo a la retrospectiva itinerante de su obra organizada por la Fundació Antoni Tàpies, que circuló por otros museos europeos y en Río de Janeiro. [16] Veinte DVD’s subtitulados en francés acompañados de un pequeño libro formarán parte de una caja fabricada con un tiraje de 500 ejemplares en Francia, que se distribuirán gratuitamente en instituciones culturales y educativas y se comercializarán en librerías. Asimismo, 53 de las 65 entrevistas filmadas estarán disponibles para el público, tanto en su versión completa como en su montaje en el Musée de Beaux-Arts de Nantes, Francia. Para realizarlo, además del apoyo del museo, el proyecto contó con el aporte del Ministère de la Culture et de la Communication y de Le Fresnoy – Studio national des arts contémporains. [17] Félix Guattari y Suely Rolnik, Micropolítica. Cartografias do desejo. op. cit. pág. 56. Versión en castellano: Micropolítica. Cartografías del deseo. Traficantes de Sueños, op. cit. pág. 63; o Tinta Limón, op.cit. pág. 67. |
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