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04 2004

Nociones Comunes, parte 1: La encuesta y la coinvestigacion obreras, autoconciencia

Marta Malo de Molina

Prólogo

A lo largo de la historia contemporánea, es posible rastrear, en los movimientos de transformación, un persistente recelo hacia determinadas formas de producción y transmisión del saber. Por un lado, recelo de las ciencias que ayudaban a una mejor organización del mando y de la explotación, y recelo de los mecanismos de captura de los saberes menores (subterráneos, fermentados entre malestares e insubordinaciones, alimentados por procesos de cooperación social autónoma o en rebeldía)1 por parte de las agencias encargadas de garantizar la gobernabilidad. Por otro lado, también, en muchos casos, recelo de las formas ideológicas e icónicas del saber supuestamente «revolucionario» y recelo de las posibles derivas intelectualistas e idealistas de saberes en principio nacidos en el seno de los propios movimientos. Este recelo ha llevado en ocasiones a la impotencia; en los procesos más vivos y dinámicos de lucha y autoorganización, ha sido un acicate para producir conocimientos, lenguajes e imágenes propios, a través de procedimientos también propios de articulación entre teoría y praxis, partiendo de la realidad concreta, procediendo de lo simple a lo complejo, de lo concreto a lo abstracto, con el objeto de ir creando un horizonte teórico adecuado y operativo, muy pegado a la superficie de la vida, donde la simplicidad y concreción de los elementos de los que se ha partido adquieren significado y potencia.

Hoy, en los albores del tercer milenio, cuando la realidad de nuestras madres y abuelos parece haber estallado (con la derrota de los movimientos antisistémicos del periodo posterior a 1968, el fin del mundo de Yalta, el eclipse del espacio geopolítico del Tercer Mundo, la desaparición del sujeto «movimiento obrero», la destitución del paradigma industrial, la innovación informática y tecnológica, la automatización, desterritorialización y reorganización productivas, la financiarización y globalización de la economía, la afirmación de una forma-Estado basada en la guerra como vector de producción normativa...)2 y cuando lo único que se mantiene constante es el propio cambio, cambio vertiginoso, la necesidad de deshacerse de fetiches y bagajes ideológicos, demasiado preocupados por el Ser y la esencia, y de construir, desde las dinámicas de autoorganización social, mapas operativos, cartografías en proceso, para poder intervenir en lo real, y acaso transformarlo, se hace aún más acuciante. Mapas para orientarnos y movernos sobre un paisaje de relaciones y dispositivos de dominación en acelerada mutación. Pero también mapas que nos ayuden a situarnos en ese paisaje hipersegmentado, a definir un punto de partida y de decantación, un lugar donde producción de conocimiento y producción de subjetividad converjan en la construcción de lo común, sacudiendo lo real.

Esta necesidad se ve acentuada, más si cabe, por la centralidad que el conocimiento y toda una serie de facultades humanas genéricas (lenguaje, afectos, comunicatividad, capacidades de relación, juego y cooperación...) han adquirido en la determinación del valor económico de cualquier empresa y, en términos más generales, en la competición en la jerarquía económica global, convirtiéndose en resortes estratégicos -desde el punto de vista capitalista- de la producción de beneficio y en interfaz de una economía flexible, deslocalizada y en red. A todas estas transformaciones va asociada, desde el punto de vista del trabajo, la figura del virtuoso: ese trabajador, hasta ahora considerado improductivo, que no deja tras de sí un producto tangible, sino cuya tarea se basa en una ejecución o performance -en favorecer y gestionar el flujo de informaciones, en tejer y armonizar relaciones, en producir ideas innovadoras, etc. La figura del virtuoso desafía en su quehacer las tradicionales divisiones entre Trabajo, Acción e Intelecto (Hannah Arendt): el intelecto, puesto al servicio del trabajo, se vuelve público, mundano, pasando a primer plano su naturaleza de bien común; al mismo tiempo, el trabajo, imbuido de intelecto, se vuelve actividad sin obra, virtuosismo puro que se ejecuta en relación con el otro, con los otros que componen las redes productivas; por último, en la unión de intelecto y trabajo y la adopción por parte de ambos de propiedades hasta ahora específicas de la acción, esta última queda eclipsada, una vez borrada su especificidad.3

En relación con todo ello (en ningún caso como consecuencia unívoca, directa, pero sí en compleja y paradójica relación), se registra dentro de las redes sociales que persiguen transformar el estado de cosas presente (y dentro de una composición social que ya es, de por sí, virtuosa, que está obligada a serlo para sobrevivir en el alambre) una peculiar proliferación de experimentaciones y búsquedas entre el pensamiento, la acción y la enunciación: iniciativas que se preguntan cómo romper con los filtros ideológicos y los marcos heredados, cómo producir conocimiento que beba directamente del análisis concreto del territorio de vida y cooperación y de las experiencias de malestar y rebeldía, cómo poner a funcionar este conocimiento para la transformación social, cómo hacer operativos los saberes que ya circulan por las propias redes, cómo potenciarlos y articularlos con la práctica... en definitiva, cómo sustraer nuestras capacidades mentales, nuestro intelecto, de las dinámicas de trabajo, de producción de beneficio y/o gobernabilidad, y aliarlas con la acción colectiva (subversiva, transformadora), encaminándolas al encuentro con el acontecimiento creativo.

Ciertamente, estas preguntas no son nuevas, aunque el contexto en el que se plantean sí que lo sea, y, de hecho, muchas de las experiencias que se las hacen han echado la vista atrás, en busca de referencias en el pasado en las que la producción de saber estuviera ligada de manera inmediata y fructífera con procesos de autoorganización y dinámicas de lucha. En este sentido, es posible identificar en la historia reciente cuatro grandes filones de inspiración: la encuesta y la coinvestigación obreras, los grupos de autoconciencia de mujeres y la epistemología feminista, el análisis institucional y, por último, la Investigación Acción Participante o IAP. Todos ellos merecen, por su riqueza e interés, un breve repaso, a modo de excursus histórico que permita situar la discusión y las trayectorias actuales de investigación militante e investigación-acción. Dedicaremos a ello buena parte de este prólogo.


Algunas fuentes de inspiración

La encuesta y la coinvestigación obreras.

La encuesta obrera, esto es, el uso de parte obrera de las técnicas de la sociología industrial académica (desarrollada y empleada fundamentalmente, no lo olvidemos, para el mejor gobierno de fábricas y barrios), se remonta al propio Karl Marx. En 1881, la Revue Socialiste solicita a Marx la elaboración de una encuesta sobre la situación del proletariado francés. Marx acepta el encargo de inmediato, porque considera necesario que el movimiento y las sectas obreras de Francia, tan dadas a la fraseología vacía y al utopismo, sitúen la lucha en un terreno más realista, y redacta una peculiar encuesta con casi cien preguntas, de la que se repartirán miles de copias por todas las fábricas del país. ¿Por qué peculiar? Porque se niega a un acercamiento neutro al mundo laboral, dirigido exclusivamente a extraer informaciones útiles o a constatar una situación o unos hechos y se coloca, abiertamente, de parte (de la realidad obrera), con preguntas que a ojos de un sociólogo empiricista resultarían a todas luces tendenciosas: no buscan tanto sacar datos de la experiencia directa, sino, en primer lugar, hacer que los obreros piensen (críticamente) sobre su realidad concreta.4

La idea de la «coinvestigación», esto es, de una investigación social que rompe con la división entre sujeto investigador y objeto investigado, en cambio, no aparecerá hasta la década de 1950, en Estados Unidos, en plena efervescencia de la sociología industrial y del análisis de los grupos humanos como campo específico de la investigación sociológica (la sociología de las «human relations» de Elton Mayo)5, por un lado, y de los relatos obreros6, por otro. Sin embargo, este alumbramiento es puramente sociológico. Será el italiano Alessandro Pizzorno quien, importándola a Europa, le dará valencia política, y un grupo de intelectuales-militantes italianos, con influencias francesas (entre los que se encuentran Romano Alquati y Danilo Montaldi7) quienes, en torno a 1956-1957, empezarán a transformarla y radicalizarla con su aplicación práctica en la provincia de Cremona.

Durante las décadas de 1960 y 1970, el uso de la encuesta y de la coinvestigación obreras se extiende bajo distintas formas: utilizada como dispositivo de análisis de las formas de explotación y dominio en la fábrica y en los barrios y como mecanismo de rastreo de las formas de insubordinación obreras por los equipos de revistas como Quaderni Rossi y Quaderni del Territorio (Italia) o grupos como Socialisme ou Barbarie (Francia), pero también impulsada desde los propios espacios obreros, de manera más o menos intuitiva, sin la intervención de teóricos o «expertos» exteriores a los procesos de autoorganización, como método para la construcción de las plataformas reivindicativas.8 En el Estado español, las revistas Teoría y práctica y Lucha y teoría desarrollarán sus propias formas de investigación obrera, dirigidas especialmente a hacer una historia de la lucha de clases «narrada por sus propios protagonistas » (como rezaba el subtítulo de Teoría y práctica).

Desde nuestro punto de vista, merece especial atención el uso que la encuesta obrera tuvo en el seno del operaismo [obrerismo] italiano. Los jóvenes opeaisti, reunidos en un primer momento en torno a la revista Quaderni Rossi,9 creían que la crisis que experimentaba el movimiento obrero en la década de 1950 y principios de la de 1960 no podía interpretarse exclusivamente en función de los errores teóricos o de las traiciones de la dirigencia de los partidos de izquierda (como rezaba la ortodoxia del movimiento obrero de orientación comunista y anarcosindicalista), sino que se debía, ante todo, a las transformaciones que la Organización Científica del Trabajo había introducido en la estructura de los procesos productivos y en la composición de la fuerza de trabajo. Por lo tanto, el uso de la encuesta iba dirigido a revelar la «nueva condición obrera», así cómo la realidad de los nuevos sujetos conflictivos en condiciones de retomar y reimpulsar las reivindicaciones obreras, y adquirió, en la práctica y el discurso de los operaisti, una gran centralidad.

No obstante, desde el comienzo, hubo divergencias respecto a la forma de enfocar la encuesta. Tal como nos cuenta Damiano Palano, «desde la formación del primer grupo de los Quaderni Rossi surgió, de hecho, una fractura más bien neta respecto al modo en el que llevar adelante la encuesta obrera y sobre los fines que ésta debería proponerse: por un lado, estaba la componente, entonces mayoritaria, de lo «sociólogos» (encabezada por Vittorio Rieser)10, que entendía la encuesta como un instrumento cognoscitivo de la realidad obrera transformada, dirigido a proporcionar el estímulo para una renovación teórica y política de las instituciones del movimiento obrero oficial; por el otro, en cambio, estaban Alquati y pocos más (Soave y Gasparotto), que, en base a experiencias de fábrica estadounidenses y francesas, consideraban la encuesta como el presupuesto de una intervención política encaminada a organizar la conflictividad obrera. Se trataba de una divergencia notable desde el punto de vista de los objetivos concretos, pero todavía mayor era la distancia que separaba las dos componentes en el plano del método: en realidad, mientras los primeros “actualizaban” la teoría marxista con temas y métodos elaborados por la sociología industrial norteamericana, Alquati proponía una especie de inversión estratégica en el estudio de la fábrica».11

¿En qué consistía esta inversión estratégica propuesta por Alquati, ese mismo Alquati que había desarrollado la coinvestigación junto a Danilo Montaldi y a quien tantos recuerdan yendo con su bicicleta a las fábricas de la Fiat y de la Olivetti? ¿Cuáles eran las bases de ese giro epistemológico y de método que recorrería los usos más interesantes de la encuesta obrera dentro del operaismo italiano? En pocas palabras: una teoría de la composición de clase, que más tarde se completaría con una teoría de la autovalorización obrera, y que se fundía con la teoría del punto de vista obrero de inspiración lukàcsiana y con la revolución copernicana inaugurada por otro operaista, Mario Tronti, en el presupuesto implícito de una autonomía obrera, esto es, de una autonomía potencial de la clase obrera con respecto al capital. Pero vayamos por partes.

La noción de composición de clase designa la estructura subjetiva de las necesidades, los comportamientos y las prácticas conflictivas, sedimentados a lo largo de las luchas. El primer desarrollo de este concepto aparece en los primeros escritos de Alquati publicados en los Quaderni Rossi, aunque su formulación «orgánica» tendrá que esperar algún tiempo, hasta que la revista Classe Operaia,12 en su segundo año de trayectoria, decida incluir una sección específica con este mismo nombre, dirigida por el propio Alquati. Es así como la expresión entra en el vocabulario operaista.

Pero ¿cuáles son los elementos fundamentales de la teoría de la composición de clase? Básicamente tres: la idea de que existe un conflicto subterráneo y silencioso protagonizado cotidianamente por los obreros contra la organización capitalista del trabajo; la concepción de que la jerarquía empresarial en realidad no es más que una respuesta a las luchas obreras; y la intuición de que todo ciclo de luchas deja residuos políticos que se cristalizan en la estructura subjetiva de la fuerza de trabajo (como necesidades, comportamientos y prácticas conflictivas) y que manifiestan ciertas cotas de rigidez e irreversibilidad.

Pronto, la teoría de la composición de clase se complejiza con una distinción entre «composición técnica» y «composición política», esto es, entre la realidad de la fuerza de trabajo dentro de la relación de capital en un determinado momento histórico y el conjunto de comportamientos (antagonistas) que, en ese momento, definen la clase. Si bien hubo filones obreristas13 que mataron la riqueza teórica de esta distinción y de la noción misma de composición de clase, reduciendo la composición técnica a puro factor económico e identificando la composición política con el partido (y con las ideologías y organizaciones del movimiento obrero), la teoría de la autovalorización (desarrollada en la década de 1970 por Antonio Negri), como proceso de composición de la clase, vino precisamente a consolidar una interpretación opuesta: la definición de la composición política como el resultado de comportamientos, tradiciones de lucha y prácticas concretas de rechazo del trabajo (todos ellos exclusivamente materiales) desarrollados por sujetos múltiples en una fase histórica determinada y en un contexto económico y social específico.

Las implicaciones de la teoría de la composición de clase y de la teoría de la autovalorización para la encuesta obrera son cruciales. Mientras que en el caso de los «jóvenes sociólogos socialistas» de los Quaderni Rossi, la encuesta se limitaba a considerar los «efectos» que las transformaciones productivas tenían sobre los trabajadores, sobre sus condiciones físicas y psicológicas, sobre su situación financiera y sobre otros aspectos particulares de su vida, el otro filón de la encuesta operaista, aquel impulsado por la idea de la composición de clase como producto históricamente sedimentado de las luchas precedentes y, al mismo tiempo, como resultado constantemente renovado por el proceso de autovalorización anclado en la materialidad de las prácticas insumisas de sujetos productivos múltiples, obligaba a partir de los niveles consolidados del antagonismo social para recorrer el hilo subterráneo y con frecuencia invisible de los malestares y las insubordinaciones cotidianas.14

Este enfoque de la encuesta obrera imponía, asimismo, un paso del simple cuestionario a procesos de coinvestigación: esto es, de inserción, también subjetiva, de los intelectuales- militantes que investigaban en el territorio-objeto de investigación (casi siempre la fábrica, a veces, también, los barrios), lo cual les convertía en sujetos-agentes adicionales de ese territorio, y de implicación activa de los sujetos que habitaban ese territorio (fundamentalmente, obreros, en alguna ocasión, estudiantes y amas de casa) en el proceso de investigación, lo cual, a su vez, convertía a estos últimos en sujetosinvestigadores. Cuando este doble movimiento funcionaba de verdad, la producción de conocimiento de la investigación se mezclaba con el proceso de autovalorización y de producción de subjetividad rebelde en la fábrica y en los barrios.15


Los grupos de autoconciencia de mujeres y la epistemología feminista

Aunque sus antecedentes pueden rastrearse siglos atrás, en las reuniones informales de mujeres y en experiencias como las de los grupos de mujeres negras del Blackclubwomen’s Movement tras la guerra de secesión estadounidense y la abolición de la esclavitud (1865),16 los grupos de autoconciencia en sentido estricto nacen en el seno del feminismo radical estadounidense a finales de la década de 1960. Será Kathie Sarachild quien, en 1967, en el marco de las New York Radical Women, bautizará esta práctica de análisis colectivo de la presión, a partir del relato en grupo de las formas en las que cada mujer la siente y experimenta, como autoconciencia [consciousness-raising].

Desde sus orígenes, los grupos de autoconciencia de mujeres se proponían, según los términos de las feministas radicales, «despertar la conciencia latente» que todas las mujeres tenían de su propia opresión, para propiciar la reinterpretación política de la propia vida y poner las bases para su transformación. Con la práctica de la autoconciencia se pretendía, asimismo, que las mujeres de los grupos se convirtieran en auténticas expertas de su opresión, construyendo la teoría desde la experiencia personal e íntima y no desde el filtro de ideologías previas. Por último, esta práctica buscaba revalorizar la palabra y las experiencias de un colectivo sistemáticamente inferiorizado y humillado a lo largo de la historia.

La consigna «lo personal es político» nació de esta misma práctica, para la que se reivindicaba el estatuto de «método científico» con raíces en las revoluciones y luchas pasadas. En palabras de la propia Kathie Sarachild «la decisión de hacer hincapié en nuestros sentimientos y experiencias como mujeres y de contrastar todas las generalizaciones y lecturas que habíamos realizado con nuestra propia experiencia constituía en realidad un método científico de investigación. De hecho, estábamos repitiendo el desafío que la ciencia del siglo XVII lanzó al escolasticismo, “estudiar la naturaleza, no los libros” y someter todas las teorías a la prueba de la práctica viva y de la acción. Se trataba, asimismo, de un método de organización radical probado por otras revoluciones. Estábamos aplicando a las mujeres y a nosotras mismas, como organizadoras de la liberación de las mujeres, la práctica que muchas de nosotras habíamos aprendido como organizadoras en el movimiento por los derechos civiles en el sur, a principios de la década de 1960».17

Las impulsoras de los grupos de autoconciencia tenían además la certeza de que la única vía para construir un movimiento radical pasaba por partir de sí, otra consigna que popularizaron en el movimiento feminista: «Parecía claro que saber cómo se relacionaban nuestras vidas con la condición general de las mujeres nos convertiría en mejores luchadoras en nombre de las mujeres en su conjunto. Creíamos que todas las mujeres tendrían que ver la lucha de las mujeres como propia, y no como algo sólo para ayudar a «otras mujeres», que tendrían que descubrir esta verdad sobre sus propias vidas antes de luchar radicalmente por nadie».18

En consecuencia, los grupos de autoconciencia eran un mecanismo para producir al mismo tiempo verdad y organización, teoría y acción radical contra la realidad opresiva de género y, por lo tanto, no eran ni una fase previa de análisis limitada en el tiempo, ni un fin en sí mismos: «La autoconciencia se consideraba simultáneamente como un método para llegar a la verdad y un medio para la acción y la organización. Era un mecanismo para que las propias organizadoras hicieran un análisis de la situación y, al mismo tiempo, un mecanismo disponible para las mujeres a quienes estas primeras estaban organizando y que, a su vez, organizaban a más gente. Del mismo modo, no se consideraba como una mera fase del desarrollo feminista, que conduciría a continuación a otra acción, a una fase de acción, sino como una parte esencial de la estrategia feminista global».19

En un primer momento, la creación de grupos de autoconciencia ocasionó gran escándalo, tanto dentro como fuera del propio movimiento de mujeres. Tildados despreciativamente de sesiones de «té con pastas», «gallineros» o «reuniones de brujas» (según los gustos, las tradiciones misóginas y los prejuicios), estos espacios fueron blanco de todo tipo de acusaciones, en especial de no ser «políticos», sino terapéuticos y de quedarse en lo «personal». La consigna «lo personal es político » antes mencionada se acuña precisamente al calor de estos torpedos críticos lanzados desde todas las direcciones, con un espíritu afirmativo y desafiante que cuestionaba las bases del objeto «política» tal y como se había entendido hasta la fecha.

No obstante, pese al fragor de cuchillos inicial, la práctica de la autoconciencia se extendió como la pólvora: grupos y organizaciones de mujeres de todo el mundo (incluso aquellas que en un principio se habían indignado ante la impoliticidad de estas «reuniones de brujas», como las feministas liberales de la National Organization for Woman) empezaron a utilizarla, modulándola en función de sus necesidades. Hasta tal punto que, hacia la década de 1970, se registró una tendencia hacia la institucionalización y la formalización de la autoconciencia, que convertía esta práctica en un conjunto de reglas metodológicas abstraídas de los objetivos y del contexto concreto de movimiento en el que había nacido. A este respecto, Sarachild insistirá con firmeza en que la autoconciencia no constituye un «método», sino un arma crítica, declinable en función de los objetivos de lucha: «La parafernalia de las reglas y la metodología -el nuevo dogma de la “Auto-Conciencia”, que ha crecido en torno a los grupos de autoconciencia a medida que éstos se han ido extendiendo- ha tenido el efecto de crear intereses particulares de los “expertos en metodología”, tanto profesionales (por ejemplo, psiquiatras), como amateurs. Se ha publicado y distribuido entre los grupos de mujeres toda una serie de “reglas” o “directrices” para la autoconciencia con un aire de autoridad y como si representaran el programa original de la autoconciencia. Pero la fuente de la fuerza y del poder de la autoconciencia está en el conocimiento nuevo. Los métodos sólo están para servir a este objetivo y hay que cambiarlos si no funcionan».20

En definitiva, la base de la autoconciencia sólo era una, tan simple como complicada de poner en marcha: «Analizar nuestras experiencias en nuestras vidas personales y en el movimiento, leer sobre la experiencia de lucha de otra gente y conectar estos dos ámbitos a través de la autoconciencia [para] mantenernos en el camino, moviéndonos lo más rápido posible hacia la liberación de las mujeres».21

Es cierto que el excesivo énfasis en el nivel puramente consciente y la idea de que existía en todas las mujeres una «conciencia latente» de la propia opresión en cuanto mujeres, que no había más que hacer aflorar, hicieron que algunos grupos acabaran creyendo en una «conciencia verdadera» (como objeto preexistente y no como algo a crear), se centraran más en la interpretación de la opresión que en el rastreo de las prácticas subterráneas de rechazo y rebeldía y pasaran por alto formas de malestar más balbuceantes, menos explícitas y, tal vez, para aquellos tiempos, menos «verdaderas». Pero, con todo, la práctica de la autoconciencia fue uno de los motores centrales del feminismo de la década de 1970 y permitió diseñar planes de acción y reivindicaciones directamente conectados con la experiencia de miles de millones de mujeres: desde la espectacular quema pública de sujetadores con la que las New York Radical Women se dieron a conocer, hasta las redes clandestinas de planificación familiar, práctica de abortos y autogestión de la salud que florecieron en muchísimos países de Europa y Estados Unidos. Asimismo, muchas de las intuiciones que había en la formulación y práctica de estas sesiones de «té con pastas» serían el germen de toda una epistemología feminista que mujeres intelectuales de distintas disciplinas desarrollarían desde la década de 1970 hasta la actualidad.

Sería muy largo para los propósitos de este artículo recorrer la trayectoria de las distintas ramas de la epistemología feminista, que Sandra Harding clasificará en 1986, con todas las simplificaciones y reducciones que semejante operación implica, en teoría del punto de vista feminista, feminismo postmoderno y feminismo empiricista.22 Por otro lado, se trata de una historia cuyos avatares tienen lugar en un plano fundamentalmente académico, aunque eso sí, con efectos importantes en muchas disciplinas científicas. Con todo, creemos que merece la pena mencionar, aunque sólo sea en unas líneas, algunas de sus nociones comunes, sobre todo en la medida en que desarrollan intuiciones implícitas en la práctica de la autoconciencia y sirven de inspiración en la actualidad a iniciativas de investigación social crítica, investigación militante e investigación-acción ligadas a dinámicas de autoorganización.

En primer lugar, cabe destacar la crítica despiadada (y muy fundamentada) que la epistemología feminista hace a ese ojo de la ciencia positivista contemporánea «que todo lo ve» y que se sitúa «en ninguna parte»: una imagen que, en realidad, no es sino la máscara de un sujeto de conocimiento mayoritariamente masculino, blanco, heterosexual y de clase acomodada que, en cuanto tal, ocupa una posición dominante y tiene intereses concretos de control y ordenación (de los cuerpos, las poblaciones, las realidades naturales, sociales y maquínicas...). La supuesta neutralidad de este tipo de mirada está además guiada por un paradigma de neta escisión mente/cuerpo, donde la mente debería dominar las «desviaciones» del cuerpo y sus afectos, asociados siempre con lo femenino. En un esfuerzo por hacer saltar por los aires ese sujeto conocedor desencarnado, sin caer en narrativas relativistas, la epistemología feminista propone la idea de un sujeto de conocimiento encarnado e inserto en una estructura social concreta (un sujeto, por lo tanto, sexuado, racializado, etc.) y que produce conocimientos situados, pero, no por ello, menos objetivos. Todo lo contrario: como escribe Donna Haraway, «solamente la perspectiva parcial promete una visión objetiva» y esta perspectiva parcial exige una política de la localización y de la implicación en un territorio concreto desde el que se habla, se actúa y se investiga.23 En relación directa con esta crítica de la mirada científica dominante, la epistemología feminista hace un especial énfasis en las relaciones de poder que hay en juego en toda investigación y, por lo tanto, en la necesidad de una organización social de la investigación basada en el paradigma de la reflexividad y en criterios de transparencia y de democracia. Por último, recuperando una de las prácticas subterráneas de todos los grupos sometidos, se otorga un valor central a la práctica de la relación y al relato en la producción y la transmisión de conocimiento.


El texto es la primera parte del prologo del libro Nociones Comunes. Experiencias y Ensayos entre Investigación y Militancía. 2004. Madrid: Traficantes de Sueños (S. 13-27). La segunda parte de este prologo va ser publicado en el cuarto trimestre 2006 en el marco de la edición de transversal "instituent practices".

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1 Sobre la noción de saberes menores, véanse las obras de Gilles Deleuze

y Félix Guattari, en especial, Mil Mesetas. Capitalismo y esquizofrenia, Pre-

Textos, Valencia, 1997.

2 Véase Sánchez, Pérez, Malo y Fernández-Savater, «Ingredientes de

una onda global», manuscrito inédito escrito en el marco de la investigación Desacuerdos: www.desacuerdos.org.

3 Paolo Virno, «Virtuosismo y revolución. Notas sobre el concepto de acción política», en Virtuosismo y revolución. La acción política en la era del desencanto, Traficantes de sueños, Madrid, 2003, pp. 89-116.

4 Yaak Karsunke y Gunther Wallraff, Karl Marx. Encuesta a los trabajadores, Castellote editor, Madrid, 1973. En las tres primeras partes del cuestionario, las preguntas se centran en el análisis de la naturaleza de la propia explotación, mientras que, en la última sección, se trata de incitar a los obreros a pensar sobre los modos de oposición a su propia explotación.

5 Véase, por ejemplo, Elton Mayo, Problemas humanos de una civilización industrial, Buenos Aires, Nueva Visión, 1972.

6 Relatos en primera persona de la vida en la fábrica. Un ejemplo precioso lo representa el texto de Paul Romano y Ria Stone, El obrero americano, sobre las condiciones obreras y la relación clase-fábrica-sociedad (The american worker, Bewick Editions, Detroit, 1972; publicado originalmente como panfleto en 1947 por la Johnson-Forest Tendency de C. L. R. James y Raya Dunayevskaya y traducido al italiano por Danilo Montaldi)

7 Lejos de la figura del intelectual orgánico de Gramsci, estos intelectuales-militantes cuentan con una larguísima trayectoria, que incluye la creación del Gruppo di Unità Proletaria (Cremona, 1957-1962), la participación (en especial Alquati) en revistas como Quaderni Rossi, madre del operaismo italiano, y fuertes lazos internacionales, en especial Montaldi, con grupos como el francés Socialisme ou Barbarie. Alquati, más joven que Montaldi, aprenderá de éste y de sus referencias internacionales (autores como Daniel Mothé, Paul Romano o Martin Glbaermann) a conceder un especial valor a la conflictividad subterránea de las redes de comunicación material que los trabajadores construían para enfrentarse cada día a la férrea organización empresarial y para «rechazar» el trabajo (base de otras conflictividades más visibles e irruptivas).

8 Véase, a este respecto, «Entre las calles, las aulas y otros lugares. Una conversación acerca del saber y de la investigación en/para la acción entre Madrid y Barcelona», en esta misma publicación, pp. 133-167.

9 Fundada y dirigida por el anómalo disidente socialista Raniero Panzieri, se publicó de 1961 hasta 1965.

10 Alquati les llamará los «jóvenes sociólogos socialistas»: aparte de Vittorio Rieser, participaban de esta orientación intelectuales como Dino de Palma, Edda Salvatori, Dario Lanzardo y Liliana Lanzardo.

11 Damiano Palano, «Il bandolo della matassa. Forza lavoro, composizione di classe e capitale sociale: note sul metodo dell’inchiesta», en http://www.intermarx.com/temi/bandolo.html. La traducción y nota son mías.

12 Publicada entre 1964 y 1967, cuenta en su comité de redacción con una buena parte del grupo de los Quaderni Rossi (Mario Tronti, Romano Alquati, Alberto Asor Rosa y Antonio Negri), que habían abandonado esta última por desacuerdos con la fracción de Raniero Panzieri.

13 En especial, el encabezado por Massimo Cacciari y que poco después se integraría en el Partido Comunista Italiano.

14 Véase Damiano Palano: «Il bandolo della matassa», cit.

15 Para más información sobre el uso de la encuesta y otros aspectos del obrerismo italiano, desde un punto de vista interior a la propia experiencia, véanse, entre otros, Guido Borio, Francesca Pozzi y Gigi Roggero, Futuro anteriore. Dai «Quaderni rossi» ai movimenti globali: ricchezze e limiti dell’operaismo italiano, DeriveApprodi, Roma, 2002, y Nanni Balestrini y Primo Moroni, L’Orda d’oro. 1968-1977: La grande ondata rivoluzionaria e creativa, politica ed esistenziale, Feltrinelli, Milán, 1988.

16 El Blackclubwomen’s Movement estaba constituido por asociaciones de apoyo mutuo, compuestas exclusivamente por mujeres, que daban soporte emocional y práctico a las mujeres esclavas recién manumitidas.

17 Kathie Sarachild, «Conciousness-Raising: A Radical Weapon», en Feminist Revolution, Random House, Nueva York, 1978, pp. 144-150. La versión digital puede verse en http://scriptorium.lib.duke.edu/wlm/fem/sarachild.html. La traducción es mía.

18 Ibidem.

19 Ibidem.

20 Ibidem.

21 Ibidem.

22 Sandra Harding, The Sciencie Question in Feminism, Cornell University Press, Ithaca, 1986. Autoras como Nancy Hartsock, Hilary Rose, Patricia Hill Collins y Dorothy Smith representarían la teoría del punto de vista feminista, Donna Haraway y Maria Lugones el feminismo postmoderno y Helen Longino y Elizabeth Anderson el feminismo empiricista crítico. Con el paso de los años, las fronteras entre estas tres corrientes se han ido difuminando, como, por otra parte, predijo la propia Harding. Para un breve (aunque enciclopédico) repaso del «estado de la cuestión» en la epistemología feminista, véase la entrada «Feminist Epistemology and Philosophy of Science» de la Stanford Encyclopedia of Philosophy. Véase también Sandra Harding, Is Science Multicultural?: Poscolonialisms, Feminisms and Epistemologies, Indiana University Press,Bloomington, 1998.

23 Donna Haraway, «Conocimientos situados: la cuestión científica en el feminismo y el privilegio de la perspectiva parcial», en Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención de la naturaleza, Ediciones Cátedra, Madrid, 1995, p. 326.


Marta Malo de Molina

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