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02 05 08

La Brecha

Traducción de Marcelo Expósito

Gerald Raunig


Publicado originalmente en inglés en el monográfico de la revista Artforum: ’68. The Great Refusal (mayo de 2008)

 

 

“El 68 es una intrusión del devenir. Hay quienes han querido verlo a veces como el reino de lo imaginario, pero no es en absoluto imaginario: es una ráfaga de lo real en estado puro [...]. Resulta inevitable que los historiadores no lo comprendan adecuadamente. Creo de veras que hay una diferencia entre la historia y el devenir. [Mayo del 68] fue un devenir-revolucionario sin un futuro revolucionario. Siempre habrá quienes quieran ridiculizarlo ex post facto” (Gilles Deleuze).

 

Con estas palabras, dichas en 1988 —en la única documentación cinematográfica autorizada de su proceso de pensamiento, al mismo tiempo fluido y entrecortado[1]—, Gilles Deleuze se volvía en contra de las dos principales —si bien entre sí contradictorias— maneras de interpretar 1968. Rechazaba la idea de una gran ruptura revolucionaria, la ruptura leninista que funciona como un elemento separador entre una inhóspita existencia en la sociedad capitalista y la tierra paradisíaca del socialismo o del futuro revolucionario; y, en igual medida, se oponía a la historización, estriación y fijación del acontecimiento, o mejor dicho, de la diversa multiplicidad de acontecimientos que constituyen “1968”. Los “devenires” de ese año, como Deleuze los califica, hicieron explotar el continuum y la homogeneidad de la historia y la historiografía lineales, y es por esta razón que los acontecimientos del 68 se ven reducidos en escala de forma tan brusca cuando se les fuerza a adoptar cualquiera de los formatos en que la historia se expresa, desde la apresurada valoración periodística hasta las categorizaciones más autoritarias de los historiadores académicos. Si las primeras décadas posteriores a esos acontecimientos se caracterizaron por la lucha en torno al dominio en la interpretación de 1968 y por la cooptación de los movimientos que de él nacieron, la atmósfera discursiva de su cuadragésimo aniversario, al menos en Europa, parece haberse estrechado finalmente hasta la condena moral. “Siempre habrá quienes quieran ridiculizarlo ex post facto”, decía Deleuze; y, en efecto, esa ridiculización —expresada hoy en particular por una extraña mezcla de personajes que van desde el presidente francés Nicolas Sarkozy y otros políticos de derecha hasta izquierdistas renegados como el nouveau philosophe André Glucksmann, quien interpreta al propio Sarkozy como un heredero del 68— pasa totalmente por alto los acontecimientos, la multiplicidad de rupturas, la cualidad de la “brecha” de 1968.

La brèche: esta expresión, atribuida al revolucionario social Daniel Cohn-Bendit, fue utilizada en aquel tiempo para referirse a la brecha que los estudiantes y las estudiantes, los trabajadores y las trabajadoras lograron forzar en las universidades, fábricas y calles de Francia. Significativamente, también aparecía en el título de un libro notable de Cornelius Castoriadis, Claude Lefort y Edgar Morin: Mai 1968: La brèche. Premières réflexions sur les événements [Mayo de 1968: la brecha. Primeras reflexiones sobre los acontecimientos]. Esta colección de ensayos fue publicada por Fayard el 8 de julio de 1968, casi a la manera de los textos de Karl Marx sobre la Comuna de París que aparecieron justo después de la “semana sangrienta” que puso fin a ésta en mayo de 1871. Lo que los tres filósofos franceses—formados en partidos y en colectivos editoriales de izquierda, especialmente Socialisme ou Barbarie— buscaban no era petrificar lo que había sucedido, sino abrir un debate en torno a la “explosión revolucionaria”, manteniéndose a medio camino entre el punto de vista partidario y la capacidad de reflexión que permite la distancia.

Pero ¿cómo se podía entonces hacer justicia a los acontecimientos, evitando el riesgo, por ejemplo, de asumir la pose de autenticidad del reportero de guerra? La contribución de Lefort a ese libro, titulada “Le désordre nouveau” [“El desorden nuevo”], demostraba que es posible construir una narrativa de 1968 que no se apropie de los acontecimientos para afirmar un programa preexistente, señalando al mismo tiempo la ambigüedad fundamental del término brecha. En su sentido más simple, “abrir una brecha” significa “atravesar una fortificación”: en el contexto del 68, estas fortificaciones serían no sólo los muros de la Universidad de París en Nanterre, que mantenían la fábrica suburbana del conocimiento aislada del mundo exterior, sino también las muchas barreras sociales inherentes al orden represivo de la producción del conocimiento. El caer repentinamente en la cuenta de que, como dice Lefort, “las vallas del capitalismo tienen una apertura”, o por decirlo de otra manera, que la tupida malla de estas vallas puede ser desenmarañada en momentos inesperados, supuso una experiencia singular que resulta crucial para entender los acontecimientos de 1968.

En la forma en que se utilizó en 1968, el término brecha no se refería a la ocupación de las instituciones estatales y de otros instrumentos de la autoridad. Lo que se destacaba más bien eran los aspectos sociales del término. Como en la expresión “estar en la brecha”, su sentido no es meramente destructivo, sino que también contiene la potencialidad de producir recomposiciones y concatenaciones desacostumbradas. Crea la posibilidad de un nuevo comienzo, de máquinas “no estatales” y de lo que Lefort celebra como “el nuevo desorden”. Así como la brecha perfora en lugar de tomar el Estado, su realización tiene lugar al mismo tiempo distintivamente como una nueva forma de organización social: se trata de una línea de fuga que desterritorializa y que escapa del espacio estriado —sea éste el de la universidad, las fábricas o la calle— con el objetivo, finalmente, de crear la brecha como “el no lugar en el que lo posible renace” del que habla Lefort, que “comienza de nuevo y cambia de un acontecimiento a otro”, portando consigo cada vez más. No sólo se abrió una brecha a través de un espacio estriado, sino que también se efectuó con ella por breve tiempo un nuevo espacio liso sin estriaciones. Las barricadas no sólo sirvieron como valla protectora sino que también delinearon el espacio-tiempo de una nueva práctica instituyente, emergiendo la brecha en el gesto mismo de arrancar las piedras del pavimento.

Los estudiantes y las estudiantes activistas de los primeros meses de 1968 provocaron no sólo la brecha desterritorializadora y recompositora por medio de su práctica de rebelión. Como bien se sabe, no estaban engagés sino enragés[2]. Lefort —él mismo un enragé, como argumenta Hans Scheulan en la introducción a la reciente traducción alemana de “Le désordre nouveau”[3]— apuntaba una y otra vez que es erróneo interpretar sus acciones simplemente como un catalizador. Rechazaron canalizar su rabia a través de los partidos políticos o los sindicatos que tenían a mano y en cambio hicieron uso de métodos políticos artísticos y situacionistas para apelar a un objetivo perfectamente político: “la imaginación al poder”. La brecha furiosa de los enragés no consistió en boicots, demandas concretas o llamadas a la huelga: en lugar de eso, como escribe Lefort, “inutilizaron las instituciones, hicieron imposible el ejercicio de la autoridad, se impusieron públicamente mediante la ilegalidad”. La ilegalidad de estos enragés se dirigió no sólo hacia objetivos obvios como los dirigentes del poder soberano, del Estado o la universidad, sino también hacia las instituciones de la izquierda. En efecto, Lefort atribuye el éxito de los enragés principalmente a cómo “violaron las reglas del juego que regulaba la vida de las formas de oposición”. Desde muy al inicio, “sin líderes, sin jerarquías, sin disciplina”, no se les pudo fijar; Lefort escribe que la izquierda tradicional los consideró “irresponsables” y por tanto no responsables de sus acciones. Se trató de un movimiento que se condujo libre de las estructuras estatales, tanto externa como internamente. Como escribe de nuevo Lefort, “la brecha que están abriendo en la universidad se abre simultáneamente en las pequeñas burocracias, que han expresado sus demandas revolucionarias y luchan por sí mismas”.

Como Deleuze, Lefort interpreta el comentario y la clasificación periodística de los acontecimientos que componen el significante “1968” como aspectos de la restauración retroactiva del orden: “Les gustaría olvidar lo que les ha pillado por sorpresa, reajustar el discurso de hoy al de ayer y sacar rápidamente provecho de la situación, como los saqueadores después de un terremoto”. Efectivamente, los saqueadores de 1968 parecen escarbar entre los restos una y otra vez. En sus análisis parecen querer restaurar el pavimento por encima de la singularidad del acontecimiento, cubrir la brecha, tapar la ruptura de manera más laminada y completa, para finalmente poder llegar a un punto en el que, como dijo Lefort en su ensayo de 1968, “la historia pudiera perfectamente haber omitido el acontecimiento en sí”. Esta disposición general de la episteme a negar los acontecimientos —o como mucho permitirles la ceremonia regular de un entierro periódicamente repetido— se hace de nuevo evidente en el discurso que rodea al actual aniversario. En 1988, señalaba también Lefort, “veinte años después, celebran la nada”. Cuarenta años después del 68, resulta fácil ver que la estrategia espectacular de los comentaristas europeos, que consiste en superarse mutuamente en las condenas de los unos a los otros, es el resultado del problema que se deriva de tener que multiplicar insensatamente esta nada por cuarenta veces nada[4].

“Pero las señales de la ruptura permanecerán, incluso después de que el velo haya sido tejido de nuevo”, dice Lefort. Lo cual se hace evidente en su propio recuento escrito de 1968. Sea como fuere, el devenir-revolucionario debe realizarse de manera diferente hoy a como entonces lo fue, y debemos ir más allá de lo que fue de interés prioritario para Lefort, esto es, actuar como un participante que descubre la condición específica y situada del momento, examinándola en el propio lugar de su participación. Desde una perspectiva contemporánea, lo que necesitamos es complementar la visión de Lefort de los contextos geográficos y sociales de 1968 (que puede resultar extrañamente estrecha) con un pensamiento translocal y poscolonial sobre 1968, así como con un análisis de los acontecimientos que vaya más allá de constatar la autoorganización estudiantil salvaje. Y no obstante, dadas las formas actuales crecientemente complejas de gobernabilidad, así como la complicada urdimbre de esclavización maquínica voluntaria y sujeción social represiva, un retorno a los análisis de Lefort sobre el campo social de la universidad, por reductivo que resulte, no deja de ser también particularmente valioso. Él vio la universidad como un lugar de privilegio y, al mismo tiempo, como el lugar donde mejor fue sacudido y transformado en 1968 el modelo de sociedad que tras ella se escondía; y nos pide que nos preguntemos “qué hubo de novedoso en la acción emprendida en Nanterre y por qué la universidad es un lugar desde el cual la protesta logra extenderse al resto de la sociedad”. Más aún, Lefort previó dónde acabaríamos tras la transformación de las universidades —esto es, después del periodo de la codeterminación y autoadministración en los años setenta y ochenta—, subrayando que la administración colectiva de la educación superior “podría acabar siendo evitada como por prestidigitación si los estudiantes se dejan seducir por una nueva pedagogía aparentemente democrática, internalizando lo que ha sido hasta ahora una presión sobre todo externa, asumiendo, por ejemplo, la evaluación y el enjuiciamiento de su propio trabajo; si se hacen a sí mismos iniciadores de una regimentación que los encierra entre las rejas de una educación estrechamente especializada y cuasi profesional”. Cuarenta años más tarde hemos llegado —también fuera de las universidades, con la persuasiva apropiación comercial del conocimiento y el intelecto—  a la forma de confinamiento que Lefort predijo: la orientación rígida hacia la economía de servicios, la evaluación continua, la burocratización profunda no sólo de los individuos sino también de los procesos, circunstancias y relaciones; y todo ello en un régimen gubernamental de pseudolibertad que insta a los sujetos a regular su propia esclavitud maquínica[5].

Con esta sombría situación tanto en las universidades como en otras partes, es el sondear preguntando, antes que el pathos revolucionario, lo que nos puede ayudar a encontrar una salida. Por ejemplo: ¿cómo y dónde se pueden hacer surgir los procesos de devenir en los modos de subjetivación contemporáneos y en la knowlege economy? ¿Qué forma debería adoptar una lucha por evitar que la brecha de 1968 se mantenga cerrada historiográficamente y que promueva, por el contrario, la apertura de nuevas brechas, incluso en contextos cada vez más complejos? ¿Qué tipo de comportamiento enrabiado y no sólo comprometido puede conducir a una nueva brecha doble, esto es, a formas viables de resistencia contra la transformación neoliberal de la universidad y, aún más allá, a formas alternativas de producción de conocimiento y a nuevos procesos de autoorganización del trabajo cognitivo?

Tales cuestiones son acuciantes en nuestra era del capitalismo cognitivo, y cada vez más urgentes no sólo en los centros urbanos de “Occidente”. Y en lo que respecta a la actual invisibilidad de cualquier brecha en el horizonte, debemos señalar lo que Lefort apunta en su ensayo de 1968: que el clima político “objetivo” en Francia antes de Mayo de 1968 no permitía presagiar de ninguna manera una situación revolucionaria. La autoridad del Estado era estable, la economía estaba en expansión, la oposición parlamentaria era débil e ineficaz, y la mayor parte de la población se interesaba por la política sólo durante los periodos electorales. “No, nada de ello indicaba que en el futuro próximo habría barricadas en las calles de París y diez millones de personas en huelga...”.



[1] Se refiere por supuesto al vídeo L’abécédaire de Gilles Deleuze, compuesto por siete horas de entrevistas con Claire Parnet, producido y realizado por Pierre-André Boutang; publicado por Éditions Montparnasse, 2004 (http://www.editionsmontparnasse.fr/titres/l-abecedaire-de-gilles-deleuze) [NdT].

[2] “No estaban ‘comprometidos’ sino ‘enrabiados’”: el término enragés designó por doquier a los estudiantes y a las estudiantes “enrabiadas” del 68, lo que señalaba una ruptura con el concepto clásico del intelectual “comprometido” según el modelo sartreano [NdT].

[3] Claude Lefort, Die Bresche: Essays zum Mai 68, Turia+Kant, Vienna, 2008.

[4] Si la prensa amarillista culpa a 1968 de todos los males del mundo (delincuencia juvenil, pérdida de la identidad, comportamiento antisocial, etc.), los izquierdistas renegados lo desacreditan en igual medida. En Alemania, por ejemplo, un historiador que antes era de izquierda, Götz Aly, ha propuesto estrafalarias analogías entre los jóvenes y las jóvenes soixante-huitards y los “intelectuales” nazis de la Alemania de la década de 1930.

[5] Sobre este aspecto véase Félix Guattari, “La heterogénesis maquínica”, en Caosmosis, Manantial, Buenos Aires, 1996. También Maurizio Lazzarato, “La máquina” (http://eipcp.net/transversal/1106/lazzarato/es) y Gerald Raunig, “Algunos fragmentos sobre las máquinas” (http://eipcp.net/transversal/1106/raunig/es), ambos en transversal: máquinas y subjetivación, noviembre de 2006. También mi libro de reciente aparición Tausend Maschinen. Eine kleine Philosophie der Maschine als sozialer Bewegung, Turia+Kant, Viena, 2008.



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