Traducción de Marta Malo de Molina
“¿Cuántos delitos se deben permitir? ¿Y cuántos delincuentes deben
quedar impunes?
Éste es el problema de las penas” (Michel Foucault)[1].
¿Cuál es la
naturaleza del “incidente” –y de la cadena de acontecimientos que puso en
marcha– vivido por Steve Kurtz el 11 de mayo de 2004? Para empezar, desde
luego, se trata de un incidente terrible, con el que arrancó una serie surreal
de acontecimientos. La muerte prematura y repentina de Hope Kurtz, esposa de
Steve y miembro junto a él del colectivo Critical Art Ensemble (CAE); un
equipo de emergencia paranoico, tan sensibilizado por la guerra contra el
terrorismo hacia los signos de amenazas virtuales como para informar al FBI de
la presencia de cultivos bacterianos inofensivos avistados en la casa de Steve;
el encuentro con el aparato de seguridad; la larga travesía por los tribunales,
que aún no ha terminado; el “circo acusatorio”, que resultó en un cambio de los
cargos –de bioterrorismo a violación de las leyes de comercio– presentados
contra él y contra Robert Ferrell, el investigador universitario que le ayudó,
una vez que se demostró que el material biológico hallado en su apartamento era
inofensivo[2].
Tal y como plantea Anna Munster en su narración crítica del proceso, habría que prestar atención y no pasar por alto la naturaleza problemática de un acontecimiento como éste, que no es simplemente un caso más de un artista enjuiciado por la naturaleza de su obra de arte. En primer lugar, resulta significativo que el juicio contra Kurtz no fuera el resultado de un proceso deliberado contra un artista por el contenido moralmente subversivo de su trabajo. Munster sostiene que constituye un grave error interpretativo juzgar este caso simplemente como un retorno de la táctica censora “mccarthista” en el contexto abierto tras el 11 de Septiembre. La genealogía del proceso, la serie de la que forma parte, no es la de la guerra ideológica que, en su opinión, define la larga historia de la censura contra los artistas, de la que el “mccarthismo” sería un ejemplo. No hubo ninguna campaña o conspiración organizada para “pillar” al CAE y castigar así a sus miembros por los años de activismo radical en el campo de las nuevas tecnologías y el arte (aunque sin duda no había ninguna simpatía hacia los “izquierdistas” en los tribunales que les juzgaron). Tampoco se trataba de un intento explícito de censurar una obra de arte que potencialmente podía causar grandes daños, por ejemplo, a las compañías multinacionales que comercian con Organismos Genéticamente Modificados. El proyecto en el que estaba trabajando el CAE, sólo por recordarlo, incluía una “máquina casera de extracción de ADN” como parte del objeto expositivo Free Range Grain [grano de cultivo libre]. El público podía utilizar esta máquina portátil para analizar los alimentos que traía consigo y determinar la presencia de alguna modificación genética[3]. Pero, sin embargo, a Kurtz no le demandó una de las adineradas empresas de biotecnología que su obra atacaba. Su actividad pasada y presente como artista radical tuvo un impacto sobre el proceso sólo después del acontecimiento incidental que desencadenó los procedimientos de vigilancia y judiciales. El FBI no le tenía fichado por su historia de práctica política, sino que él “había pasado a formar parte, de manera contingente, de una lógica de control difusa y modulada [...] una lógica biopolítica”[4].
Tal y como cuenta Munster, la contingencia de lo que le sucedió a Steve Kurtz es lo que determina la pertenencia de este acontecimiento a una serie diferente que la de la censura ideológica contra el arte, es decir, lo que determina su pertenencia a la serie de recientes redadas “casuales” de inmigrantes procedentes fundamentalmente de Oriente Medio, India y Pakistán en varias naciones occidentales en la coyuntura posterior al 11 de Septiembre. El proceso contra Kurtz comparte con estas detenciones el carácter azaroso del acontecimiento que le llevó a ser acusado y enjuiciado; y la facilidad con la que, una vez que se formularon las acusaciones iniciales, éstas se cambiaron por otra cosa[5]. A juicio de Munster, la lógica de control que conecta estos diferentes procesos es biopolítica. Lo es no sólo desde el punto de vista de los objetos expositivos que provocaron la detención (la amenaza potencial del bioarte), sino también por el modo en que el aparato securitario ha pasado a inspirarse en modelos de predicción adaptados de la biología.
La detención casual de Kurtz dio probablemente lugar a su aparición en el nuevo software de bases de datos adoptado por el FBI después del 11 de Septiembre, que utiliza explícitamente algoritmos desarrollados por la teoría de redes y adaptados por la biología. Los datos recogidos por diferentes organismos y de diferentes fuentes se modelan y visualizan ahora como una scale-free network [red invariante en escala o red sin escala], cuya evolución en el tiempo lleva a la inevitable formación de poderosos hubs [centros de interconexiones] que pueden convertirse por lo tanto en blancos de la guerra de redes (a diferencia de lo que sucede con una red distribuida, una red descentralizada puede sufrir serios daños si se desmontan sus hubs). En estos modelos, la información capta el desarrollo de acontecimientos recurrentes de relación e interconexión a través de “formas morfogénicas de crecimiento, desarrollo y descomposición” de una red virtual, es decir, inestable, de relaciones[6]. Es posible que el nombre de Kurtz haya aflorado primero en la red de bioterrorismo como un nodo solitario, sin ninguna otra conexión virtual con redes potenciales de bioterror. Pero, a continuación, su nombre probablemente haya aparecido de nuevo en otra red, en la que Steve Kurtz es sin duda un nodo denso: aquella que cartografía aberraciones de conducta tales como actividades anticomerciales, de las que su actividad política y sus conexiones con el Critical Art Ensemble constituyen un indicador. La red virtual de relaciones cambia: de la amenaza a la seguridad a la amenaza al mercado.
En dos cursos impartidos en el Collège de France en los años 1977-1978 y 1979-1980, Michel Foucault vio precisamente en estos dos mecanismos (seguridad y mercado) el núcleo de un nuevo dispositivo de poder que un número cada vez mayor de teóricos y apologistas neoliberales habían discutido y descrito explícitamente y a favor del cual habían ejercido activamente presiones de distinto tipo desde el periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Foucault analizó las dos diferentes escuelas, alemana y estadounidense, a las que cabía aplicar con propiedad el calificativo de “neoliberales”, con objeto de reconstruir a través de sus escritos el marco de la racionalidad política que hacía posible y también explicaba el surgimiento de lo que este pensador había llamado con anterioridad “biopolítica” (es decir, la aparición de una tecnología de poder que toma la vida como su objeto). Al hacerlo, Foucault describió también cómo el momento en que la vida se convierte en el nuevo objeto de poder es también un momento de imposición de nuevas y poderosas tecnologías de poder como las descritas por los pensadores de la economía política liberal y neoliberal.
Estos poderosos discursos no son “ideologías” que cubren lo que sería básicamente un proceso de intensificación de la lógica económica del capitalismo, basada en la explotación, cuyo contorno seguiría siendo en sustancia aquél descrito por Marx. Por el contrario, se trata de discursos que surgen muy cerca del ejercicio del poder real de gobierno: lo cual los convierte en saberes pragmáticos reales, que existen en el filo de ese juego “mudo y ciego” de fuerzas que para Nietzsche era el poder. El neoliberalismo no es, pues, “nada” (es decir, nada nuevo), como querrían muchos. Cuando menos, constituye sin duda la expresión de una transformación radical del liberalismo, en tanto que, a diferencia de éste, se propone específicamente limitar y contener en la medida de lo posible la actividad del Estado, a fin de crear “un Estado bajo la vigilancia del mercado”. Al hacer esto, su intervención no es tanto de destrucción del Estado, sino de invención de un nuevo arte de gobierno que induce una alteración radical tanto en las reglas de formación y funcionamiento de la ley como en la producción de la propia estructura de la sociedad.
Ni del liberalismo ni del neoliberalismo se puede decir, por ejemplo, que inventaran la “seguridad” como tal, pero no hay duda de que uno y otro han contribuido en enorme medida a esta “tercera modulación de la ley” que, a juicio de Foucault, complementa tanto la antigua forma de la ley basada en el paradigma de la soberanía, como la modulación disciplinaria moderna. A diferencia de la ley, que actúa en lo imaginario (“imagina” el delito y el castigo), y de la disciplina, que actúa en un espacio complementario de la realidad (la cárcel perfecta es una utopía, donde, a través de un sistema sencillo de visibilidad, se induce una conducta dócil en individuos imperfectos por naturaleza), la seguridad, nos dice Foucault, actúa dentro del desarrollo de la realidad. El objeto de la seguridad es la vida de una población: una vida que es inextricablemente productora de multitud de acontecimientos y está expuesta a ellos. La seguridad no va dirigida a erradicar males (como el delito), porque acepta la naturalidad del fenómeno que pretende gobernar (la naturalidad del delito como un fenómeno que se producirá, con independencia de cuánto se legisle o castigue). Esta naturalidad no viene dada por la inmutabilidad eterna y esencial de fenómenos vitales, sino por su propia resistencia al poder; y, en particular, por su indiferencia testaruda y callada al mando soberano y por el elemento irreductible de desorden que éstos introducen siempre en el ensamblaje disciplinario. De lo que se ocupa la seguridad, entonces, no es de la vida como objeto, sino de la vida como cadenas de series divergentes y convergentes de efectos probables sin causas, cadenas de efectos que han tenido lugar y están teniendo lugar, pero, también, que pueden tener lugar[7]. De estas series de “acontecimientos conectados, discontinuos, contingentes y sin sentido a lo largo del tiempo” surgen las scale-free networks, a través de mapas y diagramas, como un nuevo modo de representación[8].
De alguna manera, puede decirse que la seguridad es esa operación por la cual el problema del orden, planteado ya por el Estado de policía del siglo XVIII, se somete a un cálculo estrictamente económico. Ante un mismo fenómeno, como un robo (o bioarte), el mecanismo de seguridad es aquél que lo coloca dentro de una serie de efectos más o menos probables descritos de acuerdo con la lógica general de costes. Este mecanismo no cree poder erradicar por completo las actividades en cuestión, pero puede establecer medidas para hacerlas costosas y, por lo tanto, mantenerlas dentro de ciertos límites. La red interviene en este cálculo como una máquina productiva y como un modo predictivo/preventivo de simulación. En tanto que modo de simulación, permite modelar y ensayar estrategias posibles de prevención. Como ensamblaje productivo y concreto, actúa como un multiplicador incontrolable y como un medio de difusión de series de efectos. ¿Cuánto cuesta, no sólo un robo, sino una serie de robos (como esos actos que la industria discográfica considera un “robo” de sus productos, perpetrados por las muchedumbres que comparten ficheros)? ¿Cuál es el coste del bioarte, hasta qué punto se dispone a socavar activamente el monopolio de la industria biotecnológica? ¿Cuáles son los umbrales que definen la aceptabilidad de estas series de robos o proyectos bioartísticos? ¿Qué medidas habría que tomar, qué castigos habría que introducir y qué recompensas habría que otorgar al comportamiento “virtuoso” (comprar material con copyright; financiar proyectos de bioarte “virtuosos”, es decir, acríticos)? ¿Cuál es el mecanismo o protocolo que dibujaría de manera natural los límites en torno al potencial catastrófico inherente a estas series de acontecimientos (software de Gestión de Derechos Digitales, juicios con gran eco)?
Tal y como nos recuerda Munster, la seguridad no deja de ser un mecanismo biopolítico de poder y, en la medida en que su objeto es la vida de una población, acaba asumiendo también el elemento racista, intrínsecamente letal, de la biopolítica: aquél de acuerdo con el cual se segmenta y jerarquiza una población en función de diferencias racializadas. Puesto que la vida de una población no es sólo biológica, la racialización no sólo tiene connotaciones biológicas, sino también, cada vez más, connotaciones culturales. La racialización moderna se convierte en etnicización, a la par que conserva la función homicida que el racismo desempeña dentro del dispositivo biopolítico[9]. (Esta función es lo que hace de la detención de Steve Kurtz una anomalía en comparación con las detenciones étnicas de inmigrantes pakistaníes y sudasiáticos, ciudadanos de Oriente Medio, etcétera). En este tipo de régimen de seguridad, el poder de matar (y de dejar morir) se etniciza. Siempre hay “una” población cuya vida vale más, cuya vida debe ser defendida contra esos cuerpos extraños modulados que infectarían, alterarían o destruirían sus modos de vida. Por otra parte, resulta imposible pensar la seguridad sin el otro “principio regulador” de la gubernamentalidad neoliberal, esto es, el mercado. El cálculo securitario es biopolítico y económico: de hecho, es como si en realidad fuera imposible separar un elemento del otro.
Por un lado, la economía política liberal insiste en que los fenómenos económicos se parecen a los fenómenos vitales en la medida en que a ninguno de ambos tipos de fenómenos se le puede dominar o disciplinar. Cuando Adam Smith habló de la “mano invisible del mercado”, insiste Foucault, estaba haciendo hincapié en la “invisibilidad” de la mano. No tanto en la naturaleza intencional del mecanismo que permitía que el mercado se autorregulara, sino en la oscuridad radical de las causas de los procesos económicos, cuya dinámica excede la visión y el poder del legislador y del hombre de las instituciones. Y, sin embargo, para Adam Smith y para los liberales, sostiene Foucault, el mercado era todavía un lugar natural. Esto es algo a lo que los neoliberales pondrán firmes objeciones.
Los neoliberales criticarán a los pensadores de la economía política liberal por no haber entendido que no es realmente posible deducir la dinámica del mercado de las leyes de la naturaleza, porque el mercado es algo que es diferente a las leyes de la naturaleza. Es un eidos, una idea husserliana, un mecanismo perfecto pero frágil que no surgirá de manera espontánea a menos que se preparen las condiciones adecuadas para su surgimiento. El mercado es un juego o mecanismo formal que los neoliberales afirman haber descubierto, cuyo dispositivo clave no es tanto el intercambio como la competencia. La competencia, para los neoliberales,
“no es un fenómeno de la naturaleza, no es el resultado del juego natural de apetitos, instintos, comportamientos, etcétera. La competencia debe sus efectos, en realidad, sólo a su propia esencia [...]. La competencia es una esencia, un eidos. La competencia es un principio de formalización. Posee su propia lógica interna, tiene su propia estructura [...]. En cierto sentido, nos las vemos con un juego formal entre desigualdades, no un juego natural entre individuos y comportamientos. Y exactamente del mismo modo en que para Husserl una estructura formal no se presenta a la intuición sin un determinado número de condiciones, del mismo modo, la competencia, como lógica económica esencial, sólo puede aparecer y producir sus efectos positivos si hay presente un determinado número de condiciones, que se predispondrán de manera precisa y artificial”[10].
La introducción de principios de competencia en los mecanismos de intercambio garantiza el funcionamiento automático de una economía libidinal de beneficios y pérdidas, recompensas y castigos que, como un telos inmanente, impulsa todo el proceso hacia un crecimiento infinito. La competencia es en último extremo metaestable porque resuelve todas sus tensiones a través del crecimiento –las empuja hacia el siguiente límite– y no permite que ningún sistema se haga demasiado estructurado, es decir, que deje de ser lo suficientemente sensible a la inestabilidad intrínseca de la serie de acontecimientos a los que está expuesto. La competencia neoliberal no es, por lo tanto, la guerra hobbesiana de todos contra todos, porque no actúa en una economía malthusiana de recursos limitados, sino en la duración abierta del crecimiento ilimitado. La competencia es lo que conjura la estasis y desata la productividad, haciendo posible esa solución que las políticas neoliberales ofrecen frente a todo descontento social: crecimiento económico sin límites, estabilizado por medidas como la baja inflación, el desempleo mínimo, la mercantilización del sector público y la securitarización. Esto ya no es la economía de mercado liberal del laissez faire, sino que acarrea una política activa de “vigilancia, actividad e intervención permanente”[11]. La metaestabilidad y el crecimiento del mercado quedan garantizados por la competencia y por la seguridad.
A juicio de Foucault, esta nueva racionalidad (y los mecanismos que incluye) constituye una nueva cavidad, una nueva especie de humano: el homo oeconomicus, de cuya conducta individual y de cuyo comportamiento racional dependen las operaciones de seguridad y competencia.
La implantación de mecanismos de competencia como principio rector del crecimiento económico implica una descomposición y recomposición del tejido social, al que ahora corresponde una nueva unidad: el homo oeconomicus, que es el sujeto de la empresa o negocio. Para que el mercado funcione como principio regulador de la sociedad, todo el tejido social debe descomponerse en un número infinito de negocios; de manera que, en palabras de Foucault, el negocio pueda convertirse en el alma de la sociedad. Esta descomposición del tejido de la sociedad en una multiplicidad de unidades-empresa de extensión y magnitud variable permite la producción paralela de cooperación entre negocios dentro de una economía general de competencia. De este modo, los economistas neoliberales responden a la crítica que hizo Marx de la contradicción introducida dentro del proceso económico por la explotación del trabajo vivo. El mercado neoliberal no sabe de trabajadores explotados: sólo de pequeños hombres y mujeres de negocios que puede que en ocasiones obtengan acuerdos desfavorables. Todas las relaciones capital/trabajo se descomponen en relaciones cooperativas dentro del formalismo general de la competencia. “[L]os negocios están introduciendo constantemente una rivalidad inexorable presentada como sana competencia, como una fabulosa motivación que pone a los individuos uno contra otro y que se instala en cada uno de ellos, dividiéndoles en su interior”[12]. Los que solían llamarse “trabajadores” no venden su fuerza de trabajo, sino que más bien extraen una renta del capital que han invertido en sí mismos y constituyen redes asociativas temporales cooperativas con otras personas de negocios que permitirán que este capital crezca. A la manera del mundo de los negocios, él aceptará que haber cruzado la frontera para trabajar en Occidente implica perder todo el capital cultural acumulado con sus títulos en su país de origen a cambio de algún beneficio (libertad) y cambiará su antigua profesión de médico por una nueva carrera como taxista. A la manera del mundo de los negocios, ella aceptará con naturalidad que, para invertir en un niño, merece la pena perder un puesto de trabajo, desde el punto de vista de las recompensas afectivas y emocionales que aporta y aportará a la larga. De nuevo, como hombre de negocios, él aceptará que tener más de cincuenta años y estar sin trabajo significa que su capital personal se ha reducido drásticamente y no esperará ganar ahora tanto como ganaba durante sus mejores años. Como buenas personas de negocios, harán lo que las personas de negocios hacen: hacerse un seguro; medirse frente a sus rivales y pensar en cómo invertir mejor ese capital constantemente en aumento/descenso que es el propio yo.
Curiosamente, Foucault cita a teóricos del capital humano como Gary S. Backer para demostrar cómo este tipo de homo oeconomicus es, por definición, racional, donde ser racional significa comportarse con realismo, es decir, de maneras que no son aleatorias sino sistemáticas. El análisis económico depende, entonces, de una postulación de la “conducta realista” (o buena conducta) del individuo.
“[E]l análisis económico, en último término, sólo puede encontrar puntos de anclaje y también eficacia si la conducta de un individuo cumple con la cláusula de acuerdo con la cual las reacciones de esta conducta no serán aleatorias en relación con la realidad. Esto implica que toda conducta que responda de manera sistemática a las modificaciones en las variables del medio tendrá que poder traducirse en un análisis económico, lo cual significa, entonces, por decirlo con Becker, que esta conducta ‘acepta la realidad’. El homo oeconomicus es aquél que acepta la realidad. La conducta racional es, pues, toda conducta que se muestra sensible a las modificaciones en las variables del medio y que responde a ellas de manera no aleatoria, esto es, sistemática, mientras la economía podrá definirse como la ciencia de la sistematicidad de la respuesta a las variables del medio”[13].
En cierto sentido, pues, la radicalidad de la incursión del CAE en el bioarte se deriva tanto de la situación creada en la pieza concreta de arte por la cual una persona profana en la materia puede descubrir que también ella puede “hacer” ciencia, como de su rechazo a practicar “buen” bioarte. El bioarte con buen comportamiento fomenta la cohesión social (ese antídoto contra los efectos sociales fríos y desintegradores de la competencia) o crea valor comercializable, no intenta interferir en el mercado o, peor aún, subvertirlo. El bioarte del CAE no obedeció a las reglas de buena conducta y, por lo tanto, atrajo un excedente de castigo del aparato judicial. Actuar con el propio interés en la cabeza y el propio capital en el corazón dentro de los límites establecidos por la seguridad es lo que hace a uno virtuoso en los tiempos neoliberales en los que la conducta racional/realista es la conducta que concuerda con las reglas del mercado. Toda falta de obediencia te convertirá en una amenaza virtual.
[1] Michel Foucault, Nascita della biopolitica. Corso al Collège de France (1978-1979), traducción al italiano de Mauro Bertani y Valeria Zini, Roma, Feltrinelli, 2005, pág. 211 [versión castellana: Nacimiento de la biopolítica, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2007].
[2] En el momento de escribir este artículo, el proceso judicial sigue abierto y se espera que llegue a juicio durante el verano de 2008, si no antes. El sitio web del Fondo de Defensa de Critical Art Ensemble (http://www.caedefensefund.org/) ofrece información útil y actualizada sobre el proceso, a la par que recauda fondos para cubrir las costas legales.
[3] Chris Babin, “Bioarts, Bioterror and the CAE: Resurgences in Authoritarianism and Molecular Creativity”, en College Quarterly, primavera de 2005, volumen 8, número 2 (http://www.senecac.on.ca/quarterly/2005-vol08-num02-spring/babin.html).
[4] Anna Munster, “Why is bioart not terrorism?: Some critical nodes in the networks of informatic life”, en Culture Machine, nº 7, 2005, número especial: Biopolitics, editado por Melinda Cooper, Andrew Goffey y Anna Munster.
[5] Sobre la relación entre el proceso de Kurtz y otros procesos judiciales contra supuestas actividades terroristas que resultaron en una serie de detenciones ilegales de ciudadanos musulmanes y otras variantes de disidentes políticos y culturales bajo la Patriot Act [ley patriótica], véase también Claire Pentecost, “Reflections on the Case by the U.S. Justice Department against Steven Kurtz and Robert Ferrell”, <http://www.caedefensefund.org/reflections.html> [así como, de la misma autora, “Cuando el arte deviene vida. Artistas investigadoras y biotecnología”, en transversal: extradisciplinaire, mayo de 2007, </transversal/0507/pentecost/es>].
[6] Anna Munster, “Why is bioart not terrorism?: Some critical nodes in the networks of informatic life”, op. cit.
[7] Brian Massumi, “The Future Birth of the Affective Fact”, en Conference Proceedings: Genealogies of Biopolitics, <http://www.radicalempiricism.org/biotextes/textes/massumi.pdf>.
[8] A. Munster, “Why is bioart not terrorism?: Some critical nodes in the networks of informatic life”, op. cit.
[9] Véase Couze Venn, “Cultural Theory, Biopolitics and the Question of Power”, en Theory, Culture and Society, vol. 24, nº 3, SAGE, Londres, Los Ángeles, Nueva Delhi y Singapur, 2007, págs. 111-124.
[10] Michel Foucault, Nascita della biopolitica. Corso al Collège de France (1978-1979), op. cit., pág. 111.
[11] Ibídem, pág. 115.
[12] Gilles Deleuze, Negotiations, Columbia University Press, Nueva York, 1995, pág. 179.
[13] Michel Foucault, Nascita della biopolitica. Corso al Collège de France (1978-1979), op. cit., pág. 219.