01 2007

Salidas incalculables

Traducción de Gala Pin Ferrando y Glòria Mèlich Bolet, revisada por Joaquín Barriendos

Marion von Osten

¿Cómo se corresponde el actual discurso hegemónico sobre la creatividad, las creative industries y el papel de los y las artistas como modelo de la New Economy con el ámbito de los y las productores y activistas culturales, y qué diferencias se articulan entre ellos? Con el fin de enfocar el lugar en el cual se ubica el problema, quiero plantear en primer lugar la pregunta sobre la propia existencia de las llamadas creative industries que nos ocupan teórica y políticamente, y contra cuya imposición luchamos; sobre si acaso nos encontramos ante un campo plagado de visiones políticas cuya voluntad es efectivamente la de privatizar el sector cultural en todos sus aspectos, aunque aún no se haya puesto en marcha la construcción de una industria en cuanto tal. Creo que este no es el caso de Gran Bretaña, donde surgió el discurso sobre las creative industries y se resituó y reorganizó la producción cultural, ni el de Alemania, donde el canciller Schröder, con un éxito variable, ha instaurado una transformación dirigida a la culturalización de la economía y a la consecuente economización de la cultura. ¿Hemos llegado por lo tanto a un punto en el que las interacciones sociales y las formas de trabajo autónomo posibilitan un camino autoorganizado con el propósito de regir la propia vida, pero que al mismo tiempo son explotables por el capital como recursos inmateriales? ¿O nos encontramos dentro de un proceso de transformación en el que los resultados de las diferentes interacciones en el ámbito de la cultura son en parte generados industrialmente y cada vez más exclusivamente dominados por intereses del capital? ¿O acaso existe, como afirman muchos críticos desde Adorno, una contradicción insalvable en el devenir industrial de las producciones culturales, es decir, en la medida en que éstas, en tanto que «creatividad», no pueden tener simplemente nada que ver con la esfera económica?

Partiendo del hecho de que nos encontramos en medio de todo esto quisiera proponer una inflexión en nuestro discurso, puesto que estar en medio significa que todavía existe un espacio para influir o cambiar el discurso; también el propio. Para ello, en contraposición con algunas posturas teóricas, quisiera analizar la creatividad no como un concepto inocente, sino como un concepto discursivo, que posee su propia genealogía dentro del proceso de secularización y dentro de la constitución del sujeto moderno, y que adquiere un lugar central en la forma social de las sociedades capitalistas. La idea de que la producción en masa de bienes culturales conduce de forma inmediata a su banalización no va a formar parte tampoco de mi argumentación. Me interesa mucho más la función simbólica del debate sobre  la creatividad y las creative industries dentro de una representación culturalizada de los procesos políticos, económicos y sociales. A todo esto quisiera añadir que no pienso que existan todavía las llamadas creative industries. Lo que ya existe, sobre todo, es una voluntad internacional de materializarlas pronto, así como un discurso sobre ellas, del que participamos de forma crítica y del que en consecuencia formamos parte.

Desde hace unos años se puede percibir un cambio en la perspectiva sobre el concepto de «industria»; este cambio consiste en la consideración actual de que lo social y lo cultural pueden convertirse en parte en procesos industriales y tecnológicos. Encontramos ejemplos de este fenómeno en los actuales debates sobre las capacidades o las capacitaciones cognitivas en general, que deben ser ya aprendidas o poseídas por los nuevos sujetos del trabajo en las sociedades postfordistas; tal es el caso de la competencia social, la creatividad y la inteligencia, que se discuten y representan hoy en día como unidades abstractas, separadas las unas de las otras. Las preguntas sobre qué, por qué y para quién se puede alcanzar algo con esas capacitaciones no parecen relevantes en esos contextos. La capacitación social y cognitiva es tratada en sí misma como un recurso y como un valor, como un recurso que puede producirse y mejorarse a través de métodos de adiestramiento o que puede ser explotado por el capital. Pero esto sólo puede suceder en tanto que estas capacitaciones son conceptualizadas como no-relacionales y separadas entre sí, en tanto que son elevadas al rango de entidades desde el punto de vista popular o científico. Un buen ejemplo de ello es la exigencia de una «formación continua», que es aislada como proceso y presentada como valor en sí. El concepto «formación continua» ya no se plantea qué y con qué razón debe aprenderse, sino que el propio proceso de aprendizaje se valora de forma positiva. No se trata, por tanto, de aprender para algo, sino del aprendizaje de una disposición a aprender, la cual está pensada para un sujeto orientado al mercado y siempre adaptable a los cambios de condiciones. El sujeto, conceptualizado de este modo, mantiene una actitud de disposición que está en dependencia con cada situación y es «entrenado» para incorporar de forma racional su capacitación en el momento correcto. Este sujeto es contingente y dependiente del contexto al mismo tiempo que tiene que actuar y decidir de forma autónoma.

Paralelamente a esta nueva concepción del sujeto del trabajo se crean paquetes fragmentados de procesos cognitivos que pueden procesarse industrialmente en un futuro. Estos procesos de abstracción, así como el establecimiento de tecnologías para la mejora y optimización de las capacidades cognitivas, se pueden ver como análogos a los procesos y tecnologías clave de la industria que se desarrollaron durante la época de la industrialización. Allí se abstrajeron y fragmentaron los movimientos del cuerpo y se sincronizó el cuerpo de los trabajadores y las trabajadoras con la máquina, a pesar de que sólo eran necesarios unos poco movimientos para los procesos maquínicos. Se entrenaron e investigaron los procesos de movimiento. Después de que se realizara plenamente la gestión cuerpo-máquina del taylorismo, es decir, cuando ya estaba internacionalmente estandarizada la relación entre cuerpo, máquina, gestión y ciencia, la época industrial y la producción de masas vivieron su época de florecimiento. Una época en la que, no obstante, las luchas laborales también empezaron a cosechar sus éxitos. El análisis marxista del capital y su relación con la fuerza de trabajo se tradujo en la cotidianeidad, al tiempo que se materializó en experiencias políticas en el puesto de trabajo y en organizaciones y partidos.

Con este trasfondo, el discurso actual sobre las creative industries (que postula que los procesos de la industria se podrían aplicar a las formas de producción de conocimiento y de cultura organizadas de forma autónoma o particular) tendría que pensarse más bien como una tecnología que no sólo intenta movilizar y capitalizar sectores culturales específicos, sino que piensa una nueva relación de los sujetos de trabajo con la valorización, la optimización y la aceleración. Este otro planteamiento es necesario porque lo que se olvida a menudo en los debates sobre las creative industries es que el discurso sobre la creatividad y el trabajo cultural ejerce su influencia en la comprensión y la conceptualización del trabajo, la subjetividad y la sociedad como un todo. Con el vocabulario de la creatividad y la referencia a la vida y a las biografías laborales de la bohemia se da una transformación de la sociedad que afecta tanto a los programas políticos en concreto como a toda la esfera de la política, incluida nuestra crítica.

 
El creador de nuevas ideas

El sujeto-artista, el intelectual y el bohemio son construcciones específicamente europeas. Desde el siglo XVI, la capacidad creadora, creativa y productora de mundos empezó a dejar de verse como algo estrictamente divino o a entenderse (también) como una capacidad humana unida a una forma de producción específica que ponía en relación facultades intelectuales y manuales, y que se distinguía de las actividades puramente artesanales. El concepto de «creatividad» comprende en esta interpretación la reflexividad, el conocimiento de técnicas y la conciencia sobre la contingencia de los procesos de creación. La creatividad fue definida en el siglo XVIII como la característica principal del artista que, como «creador» autónomo, produciría de nuevo una y otra vez el mundo. En la forma social capitalista en construcción, los conceptos de «talento» y «propiedad» se unieron a esa representación masculinamente connotada de un sujeto genial y excepcional. El «talento creador» y el «ser creativo» sirven desde entonces al individualismo burgués como una paráfrasis más general para referirse al pensamiento y el hacer creativos en un sentido económico y cultural.

El proceso de culturalización del trabajo y la producción se basa por ello tanto en el discurso eurocéntrico de la «creación creativa» como en las formas de producción de imágenes referidas a unos regímenes específicos de la mirada. Éstos se formaron en el interior de marcos institucionales como el museo y la galería, y surgieron en el contexto de los discursos culturales centrales de las ideologías del Estado nación en el siglo XIX.

La figura del artista como figura excepcional, como creador o creadora de innovaciones en la producción, de conceptos de autoría y de formas de vida, circula en diferentes discursos actuales sobre el cambio social. Aún más, el sujeto excepcional de la modernidad —el artista, el músico, el inconformista y el bohemio— desempeña el papel de modelo en los actuales debates de la Unión Europea sobre política laboral y social, en primer lugar —y de forma significativa— en Gran Bretaña, pero también en Alemania y en Suiza. Angela McRobbie escribe sobre ello en su influyente texto Everyone is Creative: artists as new economy pioneers?: «Un modo de aclarar el tema consistiría en examinar los argumentos exhibidos por este gobierno pretendidamente “moderno” que, desde 1997, ha intentado abogar por las nuevas formas de trabajo en la medida en que éstas encarnarían el auge de una economía cultural progresista e incluso liberadora de los individuos autónomos: el correlato social perfecto de la política postsocialista de la “tercera vía”».[1]

La figura del y de la artista —o de los «cultural-preneurs»,[2] tal y como los ha llamado Anthony Davis[3]— parece encarnar en el debate político la exitosa combinación, hoy por todos anhelada, de un abanico ilimitado de ideas, una creatividad a plena disposición y una automercantilización inteligente. Esta posición subjetiva fuera de la corriente dominante de las fuerzas de trabajo es presentada como una motivante fuente de productividad, y festejada como creadora de nuevas ideas subversivas y de innovadores estilos de trabajo y vida (lo que incluye una apasionada entrega a los mismos). Esto se debe, entre muchas otras razones, al hecho de que hace tiempo que fueron desreguladas las condiciones institucionales y organizacionales, y a que la estereotipada biografía masculina del trabajo para toda la vida está completamente erosionada. Es por ello que resulta difícil determinar y definir cómo, cuándo y por qué se puede distinguir entre trabajo y no-trabajo, desde la perspectiva de aquellos grupos cuya orientación se basa en un tipo de biografías estables a largo plazo, como son los partidos burgueses o de los trabajadores. El o la artista se muestra como la figura de referencia para comprender esta relación, o sirve al menos como significante para transmitir a un gran público una nueva comprensión de la vida.

En los debates políticos habituales de Gran Bretaña o Alemania, la protección a los empleados o a los parados se hace depender de su disposición a ajustar su tiempo de vida y su tiempo de trabajo a la «productividad» requerida. Actividades que hasta ahora se percibían como privadas se evalúan hoy según su función económica. El «trabajador-empresario» y la «trabajadora-empresaria» han de ser al mismo tiempo el o la artista de su propia vida. Exactamente en esta mistificación de la excepción, que defiende el trabajo del o de la artista como autodeterminado, creativo y espontáneo, es en la que se basan los eslóganes de los actuales discursos sobre el trabajo. Esto se muestra claramente en la retórica de la Comisión Hartz en Alemania, en la que las personas sin empleo aparecen como freelance y artistas con motivación, y se designa como «los y las profesionales de la nación» a periodistas y otros trabajadores y trabajadoras autónomas o sin contrato.[4]

El sujeto excepcional clásico, incluida su situación ocupacional precaria, ha adoptado en el actual discurso económico el papel de un actor económico. En los discursos de los managers, en las asesorías, trainings y consultorías, así como en la literatura que los acompaña, el pensamiento y la acción creativa no se espera ya de artistas, curadoras o diseñadores. Los nuevos empleados flexibles y temporales son los clientes del creciente mercado de la publicidad creativa, equipados con sus correspondientes folletos, seminarios y softwares. Estos programas de formación, técnicas de aprendizaje y métodos de creación de herramientas diseñan al mismo tiempo nuevas formas potenciales del ser. Su meta consiste precisamente en «optimizar» el sí mismo deseado. El training creativo «exige y posibilita»[5] una liberación del potencial creativo, sin tener en cuenta las condiciones sociales existentes que podrían suponer un obstáculo para ello. Por un lado, la creatividad aparece aquí como la variante democrática del genio: la capacitación le es dada a todo el mundo. Por otro, se exige de todo el mundo que desarrolle su potencial creativo. La llamada a la autodeterminación y a la participación ya no señala sólo una utopía emancipadora, sino también una obligación social. Los sujetos acatan aparentemente estas nuevas relaciones de poder por voluntad propia. En palabras de Nikolas Rose, son «obligados a ser libres», y con ello empujados a la mayoría de edad, la autonomía y la responsabilidad sobre sí mismos. Su comportamiento no tiene que estar regulado por un poder disciplinario, sino por técnicas «gubernamentales» basadas en la idea neoliberal del mercado autorregulado. Estas técnicas tienen como finalidad movilizar y estimular más que disciplinar y castigar. El nuevo sujeto trabajador debe ser tan flexible y contingente como el mercado mismo.

La exigencia o el imperativo de ser creativo[6] y ajustarse a las relaciones de mercado está íntimamente ligado a una concepción muy tradicional de la producción artística, esto es, a la idea de que el único ingreso del o de la artista proviene de la venta de sus productos en el mercado del arte (un mito que, por otro lado, hoy en día parece constatarse de forma vehemente). Pero desde este punto de vista hay una diferencia importante con respecto al ámbito del discurso del manager: el fracaso en el mercado se valora de forma muy diferente a como se hace en el ámbito artístico. El o la artista que fracasa en el mercado puede validar otras posiciones de sujeto y modificar formalmente el fracaso. La figura del o de la artista desconocida o aún no descubierta se puede desplazar en cualquier momento desde la falta de éxito y legitimar así el fracaso con frases como «los tiempos aún no están maduros», «la calidad terminará imponiéndose» o «el reconocimiento ya llegará» (como muy tarde, después de la muerte). Este mito del o de la artista fracasada, desconocida, pero con un talento incomprendido, no es precisamente fácil de integrar en el discurso del manager. Tendremos que esperar todavía un tiempo para ver al empresario convertido en objeto de investigación científica algunos años después de su muerte/bancarrota. O para que se le dedique una retrospectiva póstuma con catálogo incluido en el MoMA, además de un lugar en el Hall of Fame —después de su muerte— al parado comprometido, motivado, flexible y móvil, pero sin éxito, o a la desempleada que no ha gozado nunca de oportunidades en el mercado laboral de su época.

A pesar de todo, la subjetividad del no-reconocimiento está integrada ya en la autodescripción del trabajador o trabajadora inmaterial. El artista como modelo para la autodescripción de la nueva fuerza de trabajo flexible se puede encontrar en distintos estudios publicados recientemente en Alemania, especialmente en el sector de los medios de comunicación y en las nuevas tecnologías. Un estudio de T-Mobile Alemania ha mostrado, por ejemplo, que la limitación que provoca la temporalidad o la humillación que supone tener un trabajo mal pagado es interpretada por muchos empleados y empleadas como una etapa de transición, como una experiencia de corta duración que pronto será superada y desembocará finalmente en el trabajo deseado: aunque el camino hasta allí puede ser difícil, la meta está claramente definida. De este modo se forman subjetividades contingentes que corporeizan como experiencias individuales positivas las funciones fallidas del libre mercado; las privatizaciones y transformaciones estructurales del ámbito político, social y económico son tratadas como desafíos personales.

La mitología de los procesos de producción artística proyecta hoy la imagen de un estilo de vida metropolitano en el que el trabajo y la vida se desarrollan en el mismo lugar —en el bar o en la calle— y al que además se vincula la ilusoria posibilidad de poder gozar del placer de la musa. El pensamiento de la flexibilidad y la movilidad se remonta precisamente a esa tradición del inadaptado y, como ha señalado Elisabeth Wilson,[7] a aquella generación de artistas que intentaron huir del dictado moderno de la disciplina y el racionalismo. El estatuto social y el capital cultural que pende de la imagen del y de la artista remiten también a una forma del trabajo más elevada, en cierto sentido ética, que puede rechazar la obligatoriedad de los regímenes disciplinarios y que está destinada a algo «mejor». El estudio del artista se ha convertido en un sinónimo de la unión de tiempo de trabajo y tiempo de vida, y también de la innovación y la multiplicidad de ideas. Es en esta dirección en la que la ideología neoliberal, vista desde su dimensión estética, que rige ahora mismo la configuración del hogar y del despacho para convertirlos en «espacios vitales», podría materializarse plenamente. Los sujetos son emplazados en nuevos entornos y las ocasiones de crear nuevos estilos de vida vinculadas a este hecho no hacen sino proliferar ante ellos. De esta forma, la experiencia estética compartida se vuelve instrumento de iniciación. El estilo de trabajo y de vida atribuido originariamente al artista promete en toda Europa una «nueva experiencia vital urbana». Ahora mismo, cuando se piensa en un loft no se piensa sólo en el estudio del artista en una antigua nave fabril o en una buhardilla, sino que se describe una determinada tipología de vivienda, una planta diáfana que deriva de la estructura del taller artístico. En la competencia europea por las ventajas (de los emplazamientos) locales en el mercado global, el vocabulario culturalizado no puede pensarse sin la reestructuración de los mercados laborales y la gentrificación de los barrios en los años noventa. Las metrópolis mediáticas, como forma especial de las ciudades globales, en las que se movilizan sobre todo los «jóvenes creativos», están arraigadas, si hacemos una comparativa global, sobre todo en Europa. Aquí se hace patente también una nueva jerarquía geográfica: la culturalización de la economía basada en discursos eurocéntricos que ayudan a reforzar los privilegios. Al mismo tiempo se han legitimado los recortes presupuestarios en los ámbitos sociales y culturales a través del paradigma de la «responsabilidad de sí» o de la «autoorganización» de los y las productoras de cultura como empresarios o empresarias. Éste es el concepto nuclear de la ideología de las creative industries en el marco de la representación de la economía, que a su vez se funda en el «talento» y en la propia iniciativa.

 
Figuras de resistencia

Los discursos mencionados más arriba no son marginales, sino que tienen consecuencias en la sociedad entera, puesto que encubren al mismo tiempo las condiciones de producción reales en los fragmentos aún vigentes de la producción industrial, así como las precarias relaciones laborales del sector servicios y del ámbito de la producción artística y el diseño. La realidad de las relaciones de producción englobadas bajo el constructo de «los creativos» (artistas que trabajan como freelances, trabajadores y trabajadoras del mundo de la comunicación, diseñadoras multimedia, gráficas o de sonido) es absolutamente distorsionada e idealizada en estos discursos optimistas. Pero precisamente esta mitificación de la imagen del sujeto excepcional «artista», ligada a una racionalidad laboral específica, así como de los métodos de la responsabilidad de sí, la creatividad y la espontaneidad con ella asociados, se transforma en una fuente creadora de conceptos clave para el discurso actual sobre el trabajo (como se puede leer en la mencionada retórica de la Comisión Hartz en Alemania) en el que tanto las personas empleadas como las desempleadas tienen que mutar en freelances motivadas.

De este modo, al tiempo que se normalizan los salarios bajos y la inestabilidad económica en la escena artística, gráfica y de la moda, la imagen de prosperidad de las creative industries sirve también, como escribe el sociólogo Andreas Boes, para revalorizar las condiciones y las relaciones laborales en el ámbito de la industria mediática y de las nuevas tecnologías, tomando prestado el imaginario de la bohemia. A pesar de su quiebra económica, el sector de las nuevas tecnologías y de los medios de comunicación, que se remite permanentemente a la imagen del y de la artista, ejerce una influencia central en el modelo de trabajo, como en su día lo hizo la industria automovilística taylorista y fordista. Tal y como se comprueba en la emulación del estilo de vida bohemio en el ámbito de las nuevas tecnologías, hay mucho que aprender todavía de esa adopción del «lenguaje de lo cultural» en el discurso sobre el trabajo: las formas de circulación cotidiana de los discursos, los efectos que producen en la formación de sujetos y la relación entre adaptación, fracaso y resistencia. Puesto que hasta ahora la erosión del viejo paradigma de producción, así como las nuevas condiciones laborales y su remisión a las «prácticas artísticas» han sido analizadas casi exclusivamente desde la lógica del «trabajo industrial» o desde el punto de vista de las biografías laborales estables, que hacen sólo referencia al hombre blanco que trae el pan a casa y alimenta a la familia dentro de las sociedades occidentales. Con excepciones muy contadas, no ha habido hasta ahora prácticamente ninguna corriente que haya investigado los fenómenos mencionados en el marco conceptual de sus fundamentos culturales y sus efectos. Las actuales relaciones de producción, que se desarrollan en el constructo de «la producción creativa» y que a su vez lo conforman, se ven idealizadas o difuminadas en el discurso optimista que hemos mencionado. Asimismo, tampoco se le concede prácticamente ninguna atención a los actores de dicho constructo, a sus motivos y a sus deseos.

Con estas reflexiones en mente inicié en el año 2001, junto con otros y otras colegas, una serie de estudios y proyectos en los que han desempeñado un papel decisivo las entrevistas a productores y productoras de cultura en distintos ámbitos de experiencia.[8] En el Institut für Theorie der Gestaltung und Kunst de Zúrich pude llevar a cabo una primera investigación (a la que me voy a referir más adelante) en el marco de la exposición y el proyecto de investigación Be Creative! Der kreative Imperativ [Be Creative! El imperativo creativo], que se realizó en el año 2002.[9] Ahí empecé a mantener conversaciones sobre el trabajo cultural con algunos segmentos autoorganizados del diseño y del trabajo multimedia, que a su vez se reflejaron en un proyecto fílmico que se estaba realizando para la exposición. La investigación, con un método cultural y cualitativo, no obedecía al discurso político de la transformación del trabajo asalariado, sino que se hizo el intento de abordarla desde un punto de vista totalmente distinto. Esta otra forma de aproximación me pareció necesaria para el desarrollo de una teoría de lo social que se desvinculara claramente del pensamiento de la productividad acumulativa de la tradición materialista: en lugar de constatar que la vida entera es economizada, intenté descubrir, junto con los «investigados e investigadoras», qué ensayan los actores culturales, hombres y mujeres, en un lugar concreto; qué tácticas o estrategias desarrollan para resistirse a ese discurso dominante.

En la primavera de 2002 inicié una serie de conversaciones sobre las actuales relaciones de producción en los «edificios de estudios y oficinas», unos espacios en los que la norma la constituye una producción cultural híbrida entre arte, grafismo, periodismo, fotografía, multimedia y producción musical. El edificio en el que se centraba la investigación pertenecía a la empresa SWISSCOM antes de ser arrendado a finales de los años noventa por diferentes grupos de productores y productoras culturales. El bloque fue gestionado desde finales de los noventa por un grupo de artistas, periodistas y músicos electrónicos que lo bautizaron como k3000.[10] Se trataba de la apropiación del nombre de una gran cadena de supermercados suiza que ya no existe, pero que era conocida por sus buenos precios. El colectivo k3000 realquiló varias plantas a otros productores y productoras, entre ellos diseñadores y diseñadoras gráficos y multimedia, sociólogos, así como también artistas audiovisuales. Uno de los espacios de oficinas fue bautizado como Labor k3000 [Laboratorio k3000], y en él se pusieron equipos multimedia a disposición de todo el mundo, al tiempo que se compartían conocimientos prácticos de forma colectiva. El grupo que conformaba Labor k3000 (al que yo pertenezco) se dedicaba activamente desde 1997 a cuestiones de praxis artística y producción cultural crítica.

En los primeros pasos del arrendamiento de los espacios del complejo de oficinas de SWISSCOM en 1998, la separación entre artistas plásticos y diseñadoras y diseñadores gráficas y multimedia era aún muy clara, e incluso aunque se celebraron muchas fiestas conjuntas, ambos grupos se diferenciaban en sus posicionamientos políticos y en su relación con la teoría. Era común, por otra parte, la referencia a la música electrónica, las modas y los estilos, es decir, a la cultura de la fiesta de los años noventa. Sólo en los últimos cinco años empezó a ser cada vez más común que las artistas y los artistas críticos, junto con los y las activistas y los teóricos y las teóricas, llevaran a cabo proyectos multimedia, abrieran listas de correo o produjeran periódicos, proyectos de exposición, acciones y eventos. Esto era posible, en concreto, por la propia estructura social y espacial del edificio de oficinas, una estructura de acuerdo con la cual colegas, amigos y amigas provenientes de otros campos de producción se implicaban en los proyectos y podían aportar sus ideas y aptitudes específicas.[11] El trabajo conjunto se basaba en una cooperación práctica y conceptual entre los diferentes actores que formulaban sus objetivos: justo al revés de como lo hacen las creative industries, ya que en contraposición a la exigencia de creatividad, inteligencia, formación continua, etc., se trabajaba de forma simultáneamente crítica y práctica.

También sobre la base de estas experiencias y al hilo de mis investigaciones tuve que revisar algunas de mis anteriores tesis sobre las transformaciones en las condiciones de producción. Hasta ese momento, yo había defendido la posición según la cual los ámbitos del diseño gráfico y multimedia encajarían perfectamente en el proceso de culturalización de la economía, mucho más que la práctica artística crítica. Tuve que corregir mis planteamientos a medida que las personas que trabajaban en los ámbito de producción de diseño gráfico o multimedia atesoraban ya las más diversas biografías como freelances o trabajadoras y trabajadores autónomos, que además habían producido resultados muy diversos y, por lo tanto, puntos de partida y desenlaces distintos. Y estas transformaciones no podían atribuirse únicamente a la situación económica que se había dado tras el quiebre de la New Economy.

Lo primero que me sorprendió fue que los conceptos de estudio y despacho como espacios de producción se habían ya mezclado hasta tal punto que tras veinte años de la cultura del ordenador personal era sobre todo el estudio lo que, en la escena del diseño y el arte de Zúrich y en contraposición al despacho, había sobrevivido como modelo para la producción autónoma. Precisamente los productores y las productoras multimedia y las diseñadores y los diseñadores gráficos tendían cada vez más al concepto de estudio, que se traducía en el equipamiento y la decoración de los espacios, por otra parte habitualmente muy cuidados. Los artistas plásticos, en cambio, usaban conceptos como «laboratorio» o «despacho» para describir un modo de producción más colectivo y multimedia. Aun cuando ambos grupos trabajaban dentro de un mismo edificio, estas denominaciones constituían decisiones estratégicas tanto para el grupo de artistas críticos, como para el de los diseñadores y diseñadoras.

Los actores con los que yo hablé (artistas incluidos) habían trabajado casi todos desde principios hasta mediados de los años noventa en el ámbito de las aplicaciones multimedia para consorcios multinacionales o en el sector publicitario. Fue sorprendente descubrir que en 2002, es decir, sólo unos años más tarde, esta experiencia en el ámbito de los «negocios» condujo al acuerdo unánime en «la planta» de que había que evitar completamente trabajar en esos ámbitos capitalizados de producción de imagen. Otro cambio consistió en el hecho de que los clientes y las clientas, fueran quienes fueren, no eran ya invitadas al edificio para firmar los contratos y cosas parecidas. Cuando había que negociar algo, se hacía en la cafetería. La planta adoptó así una posición diametralmente opuesta a las formas de comportamiento usuales de mediados de los años noventa: ahora todos y todas querían ser algo totalmente distinto de un edificio de oficinas, algo diferente a un puro lugar de producción para el mercado y sus intereses de valorización.

Más allá de esto, y para mi sorpresa, resultó que las conversaciones acerca de la escena del diseño gráfico y multimedia dejaron de ser frecuentes, y, en contraposición, se daban nuevas discusiones sobre las prácticas cooperativas y las redes temporales y colectivas. La producción en «la planta» no funcionaba en absoluto como la de la fábrica, sino de una manera completamente inversa a lo que afirma, por ejemplo, Maurizio Lazzarato en su texto canónico sobre el «trabajo inmaterial».[12] En el ensayo de Maurizio Lazzarato se ponen claramente de relieve las conexiones entre las nuevas condiciones de producción en el postfordismo y el trabajo artístico-cultural. Lazzarato supone que las características de la llamada economía postindustrial, en lo que se refiere tanto a sus modos de producción como a las formas de vida de la sociedad en general, se expresan en las formas clásicas del trabajo inmaterial. Aun cuando en los ámbitos de la industria audiovisual, de la publicidad y el marketing, de la moda, del software, de la fotografía y del trabajo artístico-cultural aparezcan de forma completamente realizadas las «formas clásicas de trabajo inmaterial», quisiera plantear aquí la necesidad de referirnos también a su potencial de resistencia implícito, además de subrayar las tácticas cotidianas que se dan contra los procesos de economización.

En las mencionadas conversaciones que he podido mantener, las unidades separadas de la planta se presentaban más bien como grupos cerrados de estudios-mónada que evitaban de forma consciente la colaboración con el sector publicitario o los departamentos de marketing; esto es, se resistían a trabajar para ellos o sólo cooperaban con ellos cuando necesitaban dinero. Cuando se tenía que pagar el alquiler o surgía la posibilidad de irse de vacaciones, entonces eventualmente se cogía «un curro así». El grupo, sin embargo, no poseía una estrategia política, no discutía sobre sus relaciones laborales en general ni sobre la posibilidad de formar un sindicato o de transformar la sociedad. No obstante, habían descubierto y creado modos de configurar su vida dentro de esta forma de actividad autoorganizada y, en parte, independiente. Las diseñadoras y diseñadores autónomos no funcionaban exactamente en la forma de una nueva industria, sino más bien en el sentido de una «economía alternativa» que, por otro lado, dependía en gran parte de los espacios culturales alternativos, las revistas críticas, los proyectos culturales y los seminarios, con los cuales se generaban unos ingresos pequeños pero aceptables. Estos espacios eran en su mayoría los que se crearon a raíz de las inquietudes juveniles de principios de los años ochenta en el marco de las luchas por los espacios culturales alternativos en Suiza. Aunque la gente con la que hablé no había participado políticamente en esas luchas, esos lugares constituían todavía un punto de referencia en lo que se refiere a otras formas de vida, veinte años después de las luchas en la calle y de las okupaciones.

En las conversaciones, casi todo el mundo puso énfasis en el hecho de que rechazarían un trabajo de cuarenta horas semanales, y esto no sólo porque el régimen horario les pareciera demasiado paternal. Su rechazo a las «relaciones laborales regladas» se basaba sobre todo en el hecho de que no podían soportar ni querían apoyar la cultura empresarial y sus dinámicas sociales, y, por ello, rechazaban la idea de someterse a una relación laboral jerárquica. Tal y como descubrí, los trabajos en el ámbito del diseño y el multimedia ofrecen a los hombres jóvenes la posibilidad de escalar socialmente, sin que estos tengan que proceder necesariamente de familias de clase media. Sin embargo, este tipo de trabajos no parecían poner en marcha transformaciones dignas de mención en las dinámicas de género, a pesar de que el tema surgía una y otra vez en las discusiones sobre la política del mercado laboral. Esto se podría atribuir, en parte, a la diferencia adjudicada por la tradición en la relación diferencial de hombres y mujeres con la técnica, pero también tiene que ver con toda seguridad con una imagen anacrónica del artista como «genio solitario y masculino». Ya que también la imagen de sí mismos que tienen los diseñadores y diseñadoras gráficas se igualaba en el plano de la producción cada vez más con la del artista (como autor único). Esta forma de autocomprensión les posibilita entonces rechazar la imagen del diseñador como trabajador manual orientado por el éxito, que sólo obedece a las exigencias de quien le ofrece trabajo. Esto también puede observarse en la escena del arte, en la que una gran cantidad de actores adoptan la imagen del o de la artista no por motivos de rentabilidad económica, sino como una posibilidad de movilidad social que no está sólo vinculada al dinero, sino que además sirve para describir otro estatuto social. Dentro de la escena gráfica, el desplazamiento de la propia imagen hacia la del artista se dirige más bien hacia el punto opuesto al éxito económico: a la tradición del sujeto artístico incomprendido y fracasado, y a sus variantes subculturales, con una vinculación muy vaga a la valorización de este modelo por medio del capital.

La movilidad citada anteriormente como razón para adoptar un estilo de vida bohemio no se presenta o se debate sólo en los discursos sobre políticas del mercado laboral y sobre el modelo de éxito económico, sino que también aparece en el campo de las artes aplicadas. En este último caso, sirve para desmarcarse del ámbito convencional de la empresa y los negocios. Para estos «jóvenes creativos y creativas» las relaciones de trabajo precarias no son la mera expresión de unas relaciones económicas, sino que se basan también en la elección de un estilo de vida. En otras palabras, el trabajo independiente como freelance se vincula más bien con una vida agradable, y se corresponde mucho más con el deseo de una vida no preestructurada por otros que con una condición ocupacional permanente: una vida que es precaria y no va a llevar nunca a la riqueza, por medio de la cual no va a alcanzarse un estatuto social con el que llegar a ser internacionalmente conocido; una vida, en fin, que supondrá vivir cómodamente. Éste es un gran privilegio que no comparten la mayoría de los individuos a escala global, y que muchos de nosotros y nosotras, teóricos y teóricas estresadas, tampoco conocemos.

Esta economía cultural residual existe sólo gracias a la existencia de una escena cultural alternativa y de redes de instituciones alternativas que pudieron establecerse en Zúrich o en otras ciudades por medio de las luchas en la calle. Esta economía existe porque, en Zúrich, los y las jóvenes aún cobran el paro al acabar su formación, y naturalmente porque existe una red de productoras y productores culturales que están en relación con este mundo alternativo y sus pubs, cafés y clubs, sus iniciativas políticas, sus trabajos temporales y sus proyectos autoimpulsados, y porque siempre se encuentran los medios y las vías para ganar algo de dinero e involucrar con éste a gente de la propia planta o edificio, con el fin de incluirlos en sus pequeños, pero continuos, flujos de dinero. Desde este punto de vista, se podría describir la economía residual como un factor clave para las políticas culturales y el cuestionamiento de las mismas a escala local.

 
Final

Aunque la autocomprensión y la autoorganización del «sujeto artístico» como figura histórica parezca corresponderse perfectamente con la fantasía de quienes gestionan el mercado de trabajo y de quienes hacen apología de las creative industries, el éxito de este vínculo resulta cuestionable tanto desde una perspectiva teórica como epistemológica. Las formas de vida y de trabajo artístico contienen fuerzas que no son completamente controlables, porque no sólo coproducen sus propias condiciones, sino que también están implicadas en la disolución de las mismas. Más allá de esto, los mitos de las formas de vida artísticas no son empleados en exclusiva, bajo ningún concepto, por los gestores de recursos humanos. Estos mitos pueden igualmente ser usados y aprovechados por grupos sociales que en caso contrario quedarían expuestos al silencio y al enmudecimiento en el interior de las estructuras de poder existentes. La invocación de las figuras históricas de sujetos artísticos y de formas de vidas estéticas no puede surgir sólo de la necesidad que el discurso económico tiene de manejar datos cuantificables, ya que poner en perfecta consonancia una forma de vida económica y otras formas de vida específicas supone reducir la multiplicidad y el antagonismo que les son inherentes. El discurso económico sobre la vida, sin embargo, logra ocultar esta insuficiencia en su función ideológica.

 

Bibliografía complementaria:

Doris Blutner, Hanns-Georg Brose y Ursula Holtgrewe, Telekom - wie machen die das? Die Transformation der Beschäftigungsverhältnisse bei der Deutschen TeleKom AG, UVK, 2002.

Ulrich Bröckling, Susanne Krasmann y Thomas Lemke (eds.), Gouvernementalität der Gegenwart. Studien zur Ökonomisierung des Sozialen, Frankfurt, 2000.

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[1] Angela McRobbie, «Everyone is Creative: artists as new economy pioneers?» (2001), disponible en el sitio Open Democracy, http://www.opendemocracy.net/arts/article_652.jsp.

[2] Neologismo, síntesis de cultural enterpreneurs: empresarios culturales. [N. del E.]

[3] Véase Anthony Davies y Simon Ford, «Futuros del Arte» (1999), ed. cast. en el sitio de Y Producciones http://ypsite.net/pdfs/arte_futuros.pdf.

[4] Tal y como cita Isabell Lorey en «Gubernamentalidad y precarización de sí. Sobre la normalización de los productores y las productoras culturales», reproducido en este volumen.

[5] En el original alemán: «fördert und fordert», un juego con dos palabras fonéticamente muy similares aunque con significados completamente opuestos, y que juntas conforman esta expresión que se hace eco de la ambivalencia del concepto de creatividad en las nuevas condiciones laborales. [N. de las T.]

[6] Véase el catálogo de la exposición organizada por Marion von Osten y Peter Spillmann, Be Creative! - Der kreative Imperativ, Zúrich, Museum für Gestaltung, 2002 (http://www.k3000.ch/becreative), y Marion von Osten, «De doble filo. Crear una exposición-proyecto sobre las transformaciones contemporáneas de la creatividad», en Brumaria, núm. 5, Arte: la imaginación política radical, verano de 2005.

[7] Véase Bohemians. The Glamorous Outcasts, Londres, I.B. Tauris y Rutgers University Press, 2000.

[8] Me remito como ejemplo, entre otras iniciativas, al trabajo del grupo kpD/kleines postfordistisches Drama [pequeño drama Postfordista; su acrónimo alude al del KPD: Partido Comunista de Alemania, de la extinta RDA], conformado por Brigitta Kuster, Isabell Lorey, Katja Reichard y Marion von Osten (se pueden consultar nuestros textos: «Prekäre Subjektivierung», Malmoe, núm. 7, 2005; y «La precarización de los productores y productoras culturales y la ausente ‘vida buena’», edición multilingüe en transversal: investigación militante, junio de 2005, http://transform.eipcp.net/transversal/0406/kpd/es); a las actividades a las que invitamos en el marco del proyecto Atelier Europa en la Münchner Kunstverein en 2004 (Angela McRobbie y Marion von Osten, http://www.ateliereuropa.com); o la aún activa Preclab Forschungverbund Hamburg [Cooperativa para la Investigación de la Precariedad de Hamburgo].

[9] Véase supra, nota 6.

[10] Véase  http://www.k3000.ch.

[11]Por ejemplo, proyectos como MoneyNations (http://www.moneynations.ch), Transit Migration (http://www.transitmigration.org), MigMap (http://www.transitmigration.org/migmap), etc.

[12] Para los textos canónicos originarios de Maurizio Lazzarato sobre el trabajo inmaterial, en castellano, véase Brumaria, núm. 7, Arte, máquinas, trabajo inmaterial, diciembre de 2006 (http://www.brumaria.net/erzio/publicacion/7.html).

http://transform.eipcp.net/transversal/0207/vonosten/es
Salidas incalculables