Traducción de Marcelo Expósito
Imaginad un «milenio negro» sin Chelsea Marina, una metrópolis multicultural sin conflictos radicales.[1] Imaginad una clase media creativa en expansión a la búsqueda de reconocimiento, en una sociedad que (afortunadamente, debemos añadir) reduce el trabajo de fábrica, pero que (desgraciadamente) ha expulsado la lucha de clases. En este escenario fantasociológico, a la izquierda, en los meandros de la composición técnica de clase, existen dos imágenes de «los trabajadores del conocimiento». Por un lado, hay quienes los ven como un sector de élite, inequívocamente alejado de los obreros y de los «verdaderos» precarios a quienes se identifica con los trabajadores low wage [con salarios bajos] y low skill [de baja cualificación]. Por otro lado, encontramos a quienes exaltan a esos trabajadores del conocimiento como los nuevos sujetos del cambio, punta avanzada de la innovación, a la búsqueda de un reconocimiento en la sociedad que se corresponda con su condición. Paradójicamente, ambas posiciones —aunque con juicios de valor opuestos— coinciden en su lectura de la composición técnica de clase y en que sustancialmente legitiman la estratificación del mercado de trabajo. El problema que se plantea en ambos casos es qué tipo de derechos han de ser reconocidos de acuerdo con estas diferentes perspectivas.
Ambas posiciones, por otra parte, sostienen lo que podríamos definir como una nueva visión de la «clase media», que tradicionalmente ha sido un concepto enteramente político e ideológico. Esta nueva visión consiste en la individuación de un grupo que estabiliza el sistema capitalista en un sentido progresivo.[2] Estas imágenes políticas, en fin, remarcan dos imágenes sociológicas dominantes: en primer lugar, la del knowledge worker como clase restringida que emerge en un marco de creciente polarización social; en segundo lugar, plantean la hipótesis de un proceso lineal de profesionalización, intelectualización y cualificación de la fuerza de trabajo.[3] De la primera posición —que es la de los nostálgicos de aquello que las luchas han destruido— no vale la pena ocuparse: ya lo hemos hecho suficientemente en los últimos años, y los conflictos en torno al trabajo asalariado y la fuga masiva del mismo ya se han ocupado también de darle respuesta. Vale la pena no obstante detenerse a responder la segunda visión, en la misma medida en que en ella coinciden ampliamente liberales y sectores del movimiento, sobre todo a partir de la sugerente descripción que Richard Florida hizo del ascenso de la clase creativa.[4] El problema que nos proponemos afrontar, por lo tanto, es el de cómo elaborar una crítica de la clase creativa que esté radicalmente más allá del «mal obrerismo» —arquitrabe de la cultura política de izquierda— de manos callosas y empapado de aceite y grasa.
El sustantivo «clase»...
Florida define la clase como un grupo de personas que tienen intereses comunes y tienden a pensar y a comportarse de modo similar. Pero estas similitudes están determinadas principalmente por su función económica. Las distinciones y caracterizaciones subsiguientes son consecuencia de esa función. El elemento peculiar de nuestra era, continúa Florida, es que las personas se ganan la vida poniendo a trabajar su propia creatividad. Dentro de la categoría de knowledge worker existe una estratificación. Knights, Murray y Willmott sostienen que el concepto de knowledge work sirve sobre todo para nombrar mutaciones en la organización del trabajo, en el sentido de una mayor intensidad del conocimiento. Por lo tanto, más que para clasificar determinadas ocupaciones, el concepto es útil para analizar el nuevo papel que asume el conocimiento en todo el espectro de la actividad productiva y de las formas de producción. Al mismo tiempo, se señala a los networkers como la vanguardia en los procesos de innovación y de desarrollo de los sistemas organizativos, cada vez más basados en las tecnologías informáticas y en la capacidad de tejer red a nivel global.[5] De manera diferente, Florida propone una distinción dentro de la clase creativa entre el núcleo principal supercreativo —compuesto por científicos, ingenieros, docentes universitarios, poetas y escritores, artistas, actores, diseñadores y arquitectos, en definitiva el grupo de aquellos que definen el leadership de pensamiento en la sociedad contemporánea, que constituyen alrededor del 12 % de la fuerza de trabajo— y el 20 % de profesionales creativos implicados en los sectores high-tech, en los servicios financieros, en el business management, en las profesiones legales y en los sectores de la sanidad. El 43 % de la fuerza de trabajo está implicada en la service class, mientras que un cuarto se puede clasificar dentro de la declinante working class. Estos dos últimos estratos, sostiene Florida, sirven de apoyo infraestructural a la economía creativa.
Muchas críticas se han planteado a las tesis de Florida. Paul Maliszewski denuncia su aspecto apologético, que oculta la precarización y la producción ideológica de la economía creativa, y contesta el olvido de los 55 millones de trabajadores de servicios que en Estados Unidos limpian la basura de la clase creativa.[6] Tales críticas, si bien captan algunos de los aspectos problemáticos de la visión liberal y progresista de Florida, tienen sin embargo una vena nostálgica por los modelos ocupacionales puestos en crisis no sólo por la reacción neoliberal, sino también por los conflictos de clase. Más interesante resulta la tentativa de conceptualizar de otra manera la categoría de clase por parte de McKenzie Wark. El teórico australiano, en el ambicioso intento por poner al día el Manifiesto comunista de Marx y Engels en la era del «trabajo inmaterial», traza las nuevas líneas del conflicto entre clase hacker y clase vectorial.[7] La clase hacker coincide con los trabajadores inmateriales de alto nivel, motor de la innovación, obligados a vender su propia capacidad de invención y de abstracción a la clase vectorial, esto es, a quienes poseen los nuevos medios de producción y monopolizan la información y los agentes virales que la transportan, o sea los vectores. La clase hacker es un sujeto de vanguardia, separada de la clase obrera y los campesinos, pero en torno a la cual se puede dar vida a un proceso de alianzas y recomposiciones. Transforma la política de masas en una política de la multiplicidad, dentro de la cual todas las clases pueden expresar su propia virtualidad.
El análisis de Wark —de manera no muy diferente a los estudios de Peter Drucker sobre el knowledge worker— se centra en la propiedad. Carece en cambio de un discurso sobre las formas de vida y la subjetividad, sobre la precariedad y su relación con la explotación. La composición técnica coincide, para el teórico australiano, con la composición política. Más allá de sus obvias diferencias de impostación y de perspectiva política, es en este punto en el que coinciden los análisis de Florida y de Wark: tanto la clase creativa como la hacker son todavía «clase en sí», y deben convertirse en «clase para sí». Deben, en último término, adquirir la conciencia de clase para estar a la altura del papel histórico que el desarrollo capitalista les ha asignado.
… y el adjetivo «creativa»
La identidad y la conciencia de quienes pertenecen a la clase creativa, sostiene Florida, ya no se fundan sobre el trabajo o sobre las instituciones tradicionales, sino sobre su propia creatividad. Los criterios clásicos de clasificación del knowledge worker, basados en el nivel de formación y en el contenido del trabajo, en la posición ocupacional y en el encuadramiento jurídico, son sometidos a discusión por el economista estadounidense. No hay, en efecto, una correspondencia inmediata entre skills [competencias] y titulación. La autovalorización, la movilidad horizontal dentro del mercado de trabajo y la autoformación se convierten en variables decisivas para adquirir saberes y competencias. Hace ya tiempo que el problema de cómo certificar las capacidades forma parte de la literatura sobre los trabajadores del conocimiento, y resulta de gran interés el intento de Florida de elaborar nuevos índices para medir la creatividad. Propone así un Global Creativity Index, que se basa en tres T: Tecnología, Talento y Tolerancia. Las dos primeras se utilizan habitualmente por parte de quienes se ocupan del crecimiento económico y de la valorización capitalista. En lo que se refiere a cuál es la genealogía del presente, por otra parte, no parece que quepan dudas: en el ADN de la clase creativa están los movimientos y las contraculturas de los años sesenta. Es justamente por esto por lo que a Florida le preocupan terriblemente las políticas liberticidas y fundamentalistas de los neocon, fundamentadas materialmente en una atenta lectura de la composición de clase: tienden a fomentar el odio a la gente alternativa, para acaparar así el consenso proletario de amplias zonas desindustrializadas del interior de Estados Unidos. Esta política de valores, que hoy en día sigue dominando miserablemente en la izquierda italiana (aunque privada del análisis materialista que originalmente la fundamenta), corre el riesgo de poner en fuga a la clase creativa, haciendo perder peso a Estados Unidos en la competición global por la captación de talentos.[8]
El índice de tolerancia se mide por la presencia de gente bohemia. El teórico militante estadounidense Andrew Ross localiza en la «industrialización de la bohemia» el origen de Silicon Alley, el distrito tecnológico de Nueva York, analizando así cómo se ponen a producir beneficio las formas de vida y de cooperación artísticas, alternativas y transgresoras que, en los años setenta, se concentraban en particular en el Lower East Side de Manhattan, el cual se convirtió ya en los años noventa en una cuenca de asentamiento productivo de las empresas de la net economy.[9] Justamente la recomposición de las figuras del bohemio y del burgués, o mejor dicho, la manera en que los conflictos y los movimientos edulcoran su propia radicalidad, constituye la premisa sine qua non para el desarrollo de la creative class. Tanto es así que el modelo de organización de empresa llega a ser el del proyecto open source, que originalmente nació para exceder los confines de la propiedad intelectual, dentro de los cuales el trabajo creativo acaba siendo reconducido. Si la creatividad, condensada en el entrelazamiento de las tres T, se basa en la relación entre el uno y lo múltiple, podríamos decir que lo que surge de las páginas de Florida es el lado oscuro, o mejor dicho, la larga sombra capitalista de la multitud: la singularidad asume la apariencia del individualismo, la autovalorización deviene culto del hedonismo, el común se transfigura en el emprendedor de negocios. El lugar donde la ética bohemia se encuentra con la ética protestante, la contracultura —quizás hoy teñida de pink— se convierte en una cuenca donde invertir en el capital humano propio y en una manera de hacer dinero. Incluso a la nueva forma del business de la ciudad creativa se aplican medidas de seguridad y es ahí donde se anestesia el conflicto de clase. Ésta es la lección que Florida extrae de la Bahía de San Francisco, cuna de la contracultura estadounidense y de Silicon Valley. Por lo tanto, allá donde la ética del trabajo se acaba, cuando el deseo de autonomía y la infidelidad se convierten en los nuevos rasgos comunes de la composición de clase, la creatividad asume la forma de una nueva ética del trabajo.
Los saberes y la creatividad, por lo demás, pertenecen según Florida a una dimensión ahistórica, pues caracterizan al ser humano en cuanto tal. Se oculta así su carácter históricamente determinado, su condición de producto de la actividad y de la cooperación. Faltan, en otros términos, el trabajo vivo y las relaciones sociales de producción. Sobre esto Wark no tiene dudas: la clase vectorial puede reconducir la producción de la conciencia dentro de los límites de la propiedad sólo mediante la producción artificial de carencias allí donde hay riqueza y abundancia. Es justamente esa riqueza y abundancia, característica de la producción de saberes, lo que constituye el excedente que el capitalismo puede intentar regular y controlar, pero del cual no puede apropiarse completamente. Pero —¡cuidado!— esto no significa la crisis lineal del sistema capitalista, tal y como André Gorz parece deducir apresuradamente.[10] Al contrario, constituye la base material de la autonomía del trabajo vivo en el posfordismo. Define, al mismo tiempo, el campo del conflicto entre la producción del común (al contrario de lo que afirma mucha de la retórica de los movimientos, es oportuno precisar que el bien común no existe en estado de naturaleza, sino que es continuamente producido por el trabajo vivo y la cooperación social) y las tentativas de captura y apropiación por parte del capitalismo.
No hay clase sin lucha de clases
La clase creativa corre así el riesgo de presentarse como la ideología de la clase media sobre cuáles son sus propios fines, problema político en el que se centran Massimo Gaggi y Edoardo Narduzzi en un libro reciente.[11] O mejor dicho, si la clase media se definía predominantemente en negativo, es decir, si designaba la pertenencia a un grupo que se distinguía de la clase obrera y de los capitalistas, y se encargaba de mantener el equilibrio social, la clase creativa se define en positivo, recogiendo al mismo tiempo la función política de la middle class. Lo de Florida es una suerte de liberal-marxismo que distingue entre la estructura económica —que ya no se identifica simplemente en el trabajo, sino en la puesta a producir de la creatividad y de las formas de vida— y la superestructura de la conciencia de la clase creativa, que aún se ha de hacer emerger. Esto responde a la racionalidad de la historia: la afirmación de la clase creativa es en efecto, para el economista estadounidense, el resultado de la evolución de las fuerzas económicas. Se propone así una nueva teoría de la sociedad dual: no aquella —nefasta— que dividía entre quienes tienen sus derechos garantizados y quienes no los tienen, sino otra que distingue la clase creativa frente a la old society.
La de Florida es una teoría de las clases basada en una nueva idea de modernización; de ahí el interés que suscita. Las así llamadas «tres T», por otra parte, no son sino las condiciones de posibilidad para que el desarrollo, la competencia y el crecimiento económico puedan imponerse en la economía globalizada. El componente crítico de su discurso, incluida la crítica al bushismo, se centra por consiguiente en la denuncia del retraso o en la aversión de las instituciones políticas con respecto del «nuevo curso» que tiene propiedades salvíficas. El capital ha de atender al desarrollo de la clase creativa y a su pleno reconocimiento para salir de las simas de su crisis de acumulación. Justamente es éste el motivo por el que Florida puede jactarse de que en él confluyen las figuras de estudioso progresista y consultor de las grandes corporaciones.
Lo explicado hasta aquí basta para delinear los contornos de un discurso innovador y coherente sobre la crisis del capitalismo y su posible cura. Pero más difícil resulta comprender por qué la idea de clase creativa —en tanto elemento político, no analítico— ha calado en distintos ámbitos del movimiento. Podemos observar cuáles son los resultados, en muchas luchas de los precarios de la clase creativa, de la tendencia a percibirse a sí mismos y a comportarse como si fuesen lobbys, esto es, a estar más atentos a que se reconozca el valor de su propio capital creativo en las jerarquías del mercado de trabajo que a poner en discusión los mecanismos de regulación del mismo. Podemos decirlo de otro modo: la creative class evidencia la esquizofrenia del trabajador postfordista, esto es, el hecho de ser al mismo tiempo trabajo y capital, tal y como Sergio Bologna y Andrea Fumagalli describen óptimamente mediante el paradigma del trabajador autónomo de segunda generación,[12] que exalta apologéticamente Aldo Bonomi mediante la ideología del empresario de sí, superada por Florida al fundir las figuras del bohemio y el burgués. El problema de los procesos de composición política de clase en el postfordismo no es en realidad el de cómo recomponer una figura jurídica que albergue en sí al empleador y al prestador de trabajo, sino más bien cómo escindirlos.
Las perspectivas políticas de los liberales y de algunos sectores de movimiento tienen un mínimo común denominador: ambas proponen un nuevo compromiso social por parte de la economía creativa. Un new deal global para Florida, un welfare low cost para Gaggi y Narduzzi, un keynesianismo postestatal para quienes defienden al cognitariado. Pero todos ellos excluyen de sus análisis el hecho de que el compromiso social se fundaba anteriormente no sobre procesos de conflicto genéricos, ni mucho menos sobre la búsqueda racional de equilibrios progresivos. Era el resultado de la lucha de clases. Rehuyendo tanto la imagen elitista del knowledge worker como de la nostalgia por los dispositivos de ocupación y garantismo «fordistas», Andrew Ross identifica el nudo político central donde se combinan las instancias subjetivas que están por encima y por debajo de la «línea» que marca la jerarquización del trabajo cognitivo. Si se carece de este tipo de perspectiva, continúa el teórico estadounidense, la parte alta se identificará con la imagen autoemprendedora, mientras que la otra se identificará con los procesos de de-skilling [descualificación] en los empleos de subsistencia.[13] En lugar de eso, Ross apunta hacia la recomposición de los conflictos en torno a la propiedad intelectual y la distribución de la renta a caballo de un desarrollo pleno de la autonomía de la cooperación social. Es en la articulación con esta línea o en el alejamiento de ella donde se juega la posible rearticulación del concepto de clase en la era del capitalismo cognitivo,[14] justo al contrario que la hipótesis de Florida sobre la disolución de las clases, es decir, sobre la creative class como una nueva clase media postclasista.
Las clases, en efecto, no son un fenómeno natural, ni un simple reflejo de la estratificación del mercado de trabajo. Son categorías políticas. Si, como afirma Mario Tronti, no hay clase sin lucha de clases,[15] podríamos decir que con la lucha de clases no hay clase media. En otros términos, con la lucha de clases se pone en crisis el espacio de estabilización y mediación que los grupos que forman parte de este estrato cubren políticamente. El esquema que proponen tanto Florida como Wark, en cambio, se apoya en una separación entre la clase en sí y la clase para sí, mientras que la prerrogativa de conectar la una con la otra se confía a una acción de la conciencia que no se describe con mucha más precisión. Este esquema acaba relegando a la clase a una definición por completo teórica y a la acción política al estrecho perímetro del reconocimiento de una transformación acaecida en la división del trabajo, con la cual, no obstante y por el momento, no se corresponden nuevos derechos. Nosotros pensamos, al contrario, que el concepto de clase es un concepto político en devenir, que se da en la subjetivación inmanente al mundo del trabajo que intenta exceder los procesos de jerarquización e individualización destinados a controlarlo y contenerlo. Al ligar de forma optimista las estratificaciones de la composición del trabajo con la definición de la clase se corre el riesgo de naturalizar los dispositivos de control y medida del trabajo vivo, transformando a aquélla en meros agregados identitarios. La relación entre composición técnica y composición política de clase debe, en lugar de eso, situar en el centro los conflictos, las experiencias de rechazo y éxodo que ya se dan en el mercado de trabajo. Debemos comprender cómo, en la época del trabajo cognitivo, se componen estrategias de autovalorización que resisten a los dispositivos de mando, explotación y segmentación, para constituir así un campo de composición de fuerzas; y es en este campo, que viene definido por la producción del común, donde se puede buscar una subjetivación política de clase.
Desde este punto de vista, la misma idea de «recomposición» deja traslucir la existencia de una originaria unidad del trabajo que posteriormente se descompone por las divisiones que el capitalismo opera. Pero, al contrario, el problema político y analítico al que nos enfrentamos, fuera de toda imagen meramente teórica, totalizadora y teleológica de la clase, es pensar la conexión tendencial de las luchas, su posible generalización y potenciamiento, esto es, la codificación estratégica de las resistencias en acto. La clase, en este sentido, debe ser pensada como un efecto global y no como una estructura objetiva, sociológicamente definida y formada identitariamente. Es al mismo tiempo la puesta en juego y la condición de posibilidad de la lucha.
Trabajo cognitivo, decíamos. Es mejor aclarar: tal categoría no indica para nosotros un sector hegemónico que se remarca mediante una lectura de la composición técnica de clase. Es así como el cognitariado ha venido siendo interpretado con frecuencia. El trabajo cognitivo es, en cambio, la filigrana a través de la cual podemos leer la heterogeneidad del trabajo vivo postfordista y las nuevas relaciones de explotación. No implica, por lo demás, un proceso lineal de intelectualización de la fuerza de trabajo ni la expansión progresiva de la ocupación creativa. Las dinámicas de desclasamiento han sido, no por casualidad, uno de los terrenos de batalla de las recientes luchas de estudiantes y precarios a nivel europeo y global. Cognitivización del trabajo, por lo tanto, significa cognitivización de la explotación, cognitivización de la jerarquía de clase y de la regulación salarial, cognitivización del trabajo y de las formas de resistencia. La segmentación y jerarquización que se dan dentro de la composición de clase tienen sobre todo una función política. La imposible reductio ad unum, la irrepresentabilidad y la heterogeneidad de las nuevas figuras del trabajo vivo postfordista, su ser multitud, asumen en Florida la forma del homo oeconomicus de la era creativa, abierto a las diferencias en la medida en que se ha cancelado la diferencia radical: la diferencia de clase. El problema de la composición política de clase en el capitalismo cognitivo es, en cambio, cómo organizar la producción del común y al mismo tiempo las formas de resistencia. Se trata por lo tanto del problema del éxodo, aunque también del rechazo, allí donde la ética creativa se ha convertido en la nueva ética del trabajo. Porque el rechazo es la condición de posibilidad del éxodo y de la autonomía.
Podemos ahora dar un nombre a la cuestión que plantea McKenzie Wark: se trata de cómo desbloquear la potencia del presente. Desligándola, eso sí, de toda lectura determinista y de cualquier síntesis dialéctica, para situarla en el campo trazado por los conflictos de clase, las relaciones de fuerza y los procesos de producción del común. En definitiva, podemos decir que los análisis sobre la creative class evidencian con claridad cómo se superponen vida y trabajo en el capitalismo cognitivo. Con ello, toda idea nostálgica por las formas de organización de clase del pasado queda felizmente superada. Por lo tanto, no hay ninguna posibilidad de restaurar la dicotomía, finalmente difunta, entre trabajo productivo e improductivo. El problema de tales análisis es, no obstante, que nos ocultan la función totalmente política de la individuación, la territorialización, las relaciones de explotación y la lucha de clases. Se pierde, dicho en otros términos, el concepto marxiano de trabajo productivo no en tanto elemento que se distingue del trabajo improductivo, sino como dispositivo teórico de ataque. En su capacidad no de describir, sino de hacer mal al enemigo.
¿Dónde están actualmente las oficinas Putilov del trabajo cognitivo?[16] Si las tres T, como ya hemos visto, son las condiciones de posibilidad del desarrollo capitalista, icono sagrado de la producción capitalista del común, ¿cuáles son las condiciones de posibilidad de su ruptura? Aquí, el cambio en la determinación política debe tener la fuerza de transformar incluso el signo de la investigación teórica. ¿Cómo individuar en la composición del trabajo vivo la jerarquía política de los conflictos, que lejos de ser el calco sociológico de las jerarquías y segmentaciones del mercado de trabajo, debe explicar los valores diferenciales de los procesos de subjetivación y los puntos de ataque que la hagan saltar por los aires? He ahí el nudo, irresuelto, de la composición política de clase, que se ve rechazado por la propia composición técnica, en tanto articulación de la fuerza de trabajo determinada por la producción capitalista del común y por las relaciones de explotación. En este nudo central se sitúa la tarea del pensamiento radical hoy. Para expresarlo mejor, se trata de elaborar un punto de vista de clase que esté a la altura de la composición del trabajo vivo contemporáneo, que permita no recomponer, sino liberar una potencia fundada en la relación entre singularidad y producción autónoma del común, allí donde ninguna simetría ni ninguna inversión dialéctica es posible.
[1] Alude a la novela de J. G. Ballard Millenium People [ed. cast.: Milenio negro, Barcelona, Minotauro, 2004], que narra la rebelión de Chelsea Marina, un barrio de clase media acomodada, integrado por profesionales liberales («clase creativa» con buenos salarios) los cuales, no obstante, están embarcados en una espiral de gastos que hace imposible su ritmo de vida siempre al límite. [N. del T.]
[2] Véase Mariuccia Salvati, Da Berlino a New York. Crisi della classe media e futuro della democrazia nelle scienze sociali degli anni trenta, Milán, Mondadori, 2000.
[3] Véase Federico Butera, Enrico Donati y Ruggero Cesaria, I lavoratori della conoscenza. Quadri, middle manager e altre professionalità tra professione e organizzazione, Milán, Franco Angeli, 1997.
[4] Richard Florida, The Rise of the Creative Class: And How It's Transforming Work, Leisure, and Daily Life, Nueva York, Basic Books, 2003.
[5] David Knigths, Fergus Murray y Hugh Willmott, «Networking as knowledge work: a study of strategic interorganizational development in the financial services industry», Journal of Management Studies, vol. 30, núm. 6, 1993.
[6] Paul Maliszewski, «Flexibility and Its Discontents», The Baffler, núm. 16, 2006.
[7] McKenzie Wark, Un manifiesto hacker, Barcelona, Alpha Decay, 2006.
[8] Richard Florida, The Flight of the Creative Class. The New Global Competition for Talent, Nueva York, HarperCollins, 2005.
[9] Andrew Ross, No-Collar. The Human Workplace and Its Hidden Costs, Nueva York, Basic Books, 2003.
[10] Véase André Gorz, L’immatériel, París, Galilée, 2003.
[11] Massimo Gaggi y Edoardo Narduzzi, La fine del ceto medio e la nascia della società low cost, Turín, Einaudi, 2006.
[12] Véase Sergio Bologna y Andrea Fumagalli (eds.), Il lavoro autonomo di seconda generazione. Scenari del postfordismo in Italia, Milán, Feltrinelli, 1997 [ed. cast.: Sergio Bologna, Crisis de la clase media y posfordismo, Madrid, Akal. Cuestiones de Antagonismo, 2006].
[13] Véase Andrew Ross, «Technology and Below-the-Line Labor in the Copyfight over Intellectual Property», American Quarterly, núm. 58, John Hopkins University Press, 2006.
[14] Véase Carlo Vercellone (ed.), Capitalismo cognitivo. Conoscenza e finanza nell’epoca postfordista, Roma, Manifestolibri, 2006.
[15] Nos referimos aquí en particular a las reflexiones sobre el concepto de clase en Marx que expuso Mario Tronti en el ciclo de seminarios Lessico marxiano [celebrado en la Libera Università Metropolitana del Atelier Occupato ESC, Roma, http://www.escatelier.net/index.php?option=com_content&task=view&id=332&Itemid=276, donde se puede acceder al programa y al registro en audio de todas las intervenciones, incluida la de Tronti. Véase también en castellano, de Mario Tronti, Obreros y capital, Madrid, Akal. Cuestiones de Antagonismo, 2001 (N. del T.)].
[16] Evoca, obviamente, los conflictos obreros que en 1905 se iniciaron en las fábricas Putilov de Petrogrado, provocando una huelga de masas. Habiendo sido sangrientamente reprimidos, constituyeron no obstante uno de los puntos de arranque de la línea de ruptura que dio lugar a la Revolución soviética de Octubre de 1917. [N. del T.]