Traducción de Marcelo Expósito, revisada por Joaquín Barriendos
Al hablar de la crítica de la institución el problema que deberíamos considerar es el opuesto: la institución de la crítica. ¿Hay algo semejante a una institución de la crítica? ¿Qué significa? ¿No es absurdo argumentar que exista algo así en un momento en el que las instituciones culturales críticas están siendo sin duda desmanteladas, son escasamente financiadas, están sujetas a las exigencias de una economía neoliberal del espectáculo, etcétera? No obstante me gustaría plantear la cuestión en un nivel mucho más fundamental. La pregunta es: ¿cuál es la relación interna entre crítica e institución?, ¿qué tipo de relación existe entre la institución y su crítica o, por otra parte, la institucionalización de la crítica?, y ¿cuál es el trasfondo histórico y político de esta relación?
Para obtener una imagen más clara de esta relación debemos considerar en primer lugar la función de la crítica en un nivel general. Es común que ciertos sujetos políticos, sociales o individuales se formen a través de la crítica de la institución. La subjetividad burguesa se formó a través de tal proceso de crítica, viéndose animada a abandonar el estado de inmadurez de la que, citando el famoso aforismo de Kant, uno mismo es culpable. Esta subjetividad crítica es por supuesto ambivalente, ya que implica el uso de la razón sólo en aquellas situaciones que hoy consideraríamos apolíticas, como en la deliberación de problemas abstractos pero no en la crítica de la autoridad. Esta crítica produce un sujeto que debería hacer uso de su[1] razón en circunstancias públicas, pero no en privado. Aunque parece emancipatoria no lo es. La crítica de la autoridad, de acuerdo con Kant, es fútil y privada. La libertad consiste en aceptar que la autoridad no debe cuestionarse. Así, esta forma de crítica produce un sujeto ambivalente y gobernable; se considera con frecuencia un instrumento de resistencia pero lo es también de gobernabilidad. La subjetividad burguesa así construida, sin embargo, ha sido muy eficaz. En cierto sentido, la crítica institucional está integrada en ese tipo de subjetividad, y Marx y Engels se refieren explícitamente a ello en su Manifiesto Comunista al mencionar la capacidad que la burguesía tiene para abolir y disolver las instituciones caducas, todo aquello que es inútil y está petrificado, mientras que la forma general de la autoridad, en sí misma, no se ve amenazada. La clase burguesa se ha formado mediante una crítica limitada, podríamos decir institucionalizada, manteniéndose y reproduciéndose mediante esta forma de crítica institucional. Y así, la crítica se ha convertido en una institución en sí misma, un instrumento de gobernabilidad que produce sujetos racionalizados.
Pero hay además otra forma de subjetividad que se produce a través de la crítica y de la crítica institucional. Un ejemplo obvio es el ciudadano francés como sujeto político que se formó mediante la crítica institucional de la monarquía francesa. Esta institución fue abolida, incluso decapitada. En este proceso se cumple el llamamiento que Marx lanzó mucho más tarde: las armas de la crítica deberían ser reemplazadas por la crítica de las armas. En esta línea, se podría decir que el proletariado como sujeto político se produjo a través de la crítica de la burguesía como institución. Esta segunda forma produce probablemente subjetividades igualmente ambivalentes, pero con una diferencia crucial: abole la institución que critica en lugar de reformarla o mejorarla.
La crítica institucional, por lo tanto, sirve en este sentido como instrumento de subjetivación de ciertos grupos sociales o sujetos políticos. Y ¿qué tipo de sujetos diferentes produce? Echemos una ojeada a diferentes modos de crítica institucional en el campo del arte de las últimas décadas.
Simplificando un proceso que es más complejo: la primera ola de crítica institucional en la esfera del arte en los años setenta cuestionaba el papel autoritario de la institución cultural.[2] Desafiaba la autoridad que se había acumulado en las instituciones culturales en el marco del Estado nación. Las instituciones culturales como el museo habían adoptado una compleja función de gobernabilidad. Su papel fue brillantemente descrito por Benedict Anderson en su trabajo seminal Imagined Communities,[3] donde analiza el papel del museo en la formación de los Estados nación coloniales. Desde su punto de vista, al crear un pasado nacional el museo creó también retroactivamente el origen y la fundación de la nación, siendo ésa su función principal. Pero esta situación colonial, como en muchos otros casos, lo que nos señala es la estructura de la institución cultural dentro del Estado nación en general. Y esta situación, la legitimación autoritaria del Estado nación por la institución cultural mediante la construcción de una historia, un patrimonio, una herencia, un canon, etcétera, fue lo que las primeras oleadas de la crítica institucional se propusieron criticar en los años setenta.
Su legitimidad para hacerlo era en último término política. La mayoría de los Estados nación se consideraban a sí mismos democracias fundadas en el mandato político del pueblo o de los ciudadanos. En ese sentido, era fácil argumentar que toda institución cultural nacional debería reflejar esta autodefinición y por lo tanto estar fundada en mecanismos similares. Si la esfera política nacional estaba, al menos en teoría, basada en la participación democrática, ¿por qué deberían ser diferentes la esfera cultural nacional y su construcción de historias y cánones? ¿Por qué no habría de ser la institución cultural al menos tan representativa como la democracia parlamentaria? ¿Por qué no habría de incluir por ejemplo mujeres en su canon, si las mujeres eran, al menos en teoría, aceptadas en el Parlamento? En ese sentido, las reivindicaciones que la primera ola de la crítica institucional manifestó estaban por supuesto fundadas en las teorías contemporáneas sobre la esfera pública y basadas en una interpretación de la institución cultural como potencial esfera pública. Pero se sostenían implícitamente en dos supuestos: que esta esfera pública era implícitamente nacional porque estaba construida de acuerdo con el modelo de representación parlamentaria. La legitimidad de la crítica institucional se basaba precisamente en este punto. Dado que el sistema político del Estado nación era, al menos en teoría, representativo de sus ciudadanos y ciudadanas, ¿por qué no habría de serlo una institución cultural nacional? Su legitimación se basaba en esta analogía que con frecuencia tenía un fundamento material, dado que la mayor parte de las instituciones culturales estaban financiadas por el Estado. Así, esta forma de crítica institucional se sostenía en un modelo basado en la estructura de la participación política en el marco del Estado nación y la economía fordista, en la que los impuestos se recaudaban para tal fin.
La crítica institucional de este periodo se relacionaba con estos fenómenos de varias maneras: negando radicalmente las instituciones en su conjunto, intentando construir instituciones alternativas o intentando ser incluida en las instituciones dominantes. Al igual que en la arena política, la estrategia más eficaz consistía en combinar el segundo y el tercer modelo, que exigía por ejemplo que las minorías o las mayorías en desventaja, como es el caso de las mujeres, fuesen incluidas en la institución cultural. En ese sentido, la crítica institucional funcionaba igual que una serie de paradigmas que con ella estaban relacionados: multiculturalismo, feminismo reformista, movimientos ecologistas, etcétera. Era un nuevo movimiento social en la escena artística.
Pero durante la segunda ola de crítica institucional que tuvo lugar en los años noventa, la situación fue un poco diferente. No tan diferente desde el punto de vista de los y las artistas o de quienes intentaron desafiar y criticar las instituciones que, desde su punto de vista, seguían siendo autoritarias. El principal problema era más bien que habían sido superados por una forma derechista de crítica institucional burguesa, precisamente la que Marx y Engels describieron y que desvanecía todo lo que era sólido. Así, se cuestionó la reivindicación de que las instituciones culturales deberían ser una esfera pública. La burguesía más o menos decidió que desde su punto de vista una institución cultural era ante todo una institución económica y que como tal tenía que estar sujeta a las leyes del mercado. La creencia de que las instituciones culturales deberían proporcionar una esfera pública representativa cayó con el fordismo, y no es por azar que, en un sentido, las instituciones aún fieles al ideal de crear una esfera pública se hayan mantenido durante más tiempo en los lugares en los que el fordismo aún continúa. Así, la segunda ola de la crítica institucional era en cierto sentido unilateral, ya que hizo reivindicaciones que en ese momento habían perdido al menos en parte el poder de su legitimidad.
El siguiente factor era la transformación, relacionada con el proceso anterior, de la esfera cultural nacional, que reflejaba la transformación de la esfera política. En primer lugar, el Estado nación ya no es el único marco de representación cultural: existen también cuerpos supranacionales como la Unión Europea. Y en segundo lugar, su modelo de representación política es más complicado, sólo en parte representativo. Su representación es más simbólica que material. Utilizando la distinción en alemán de los dos sentidos del término representación: Sie stellen sie eher dar, als sie sie vertreten.[4] Así, en cierto modo, se inició un proceso que aún continúa: la integración cultural y simbólica de la crítica en la institución, o más bien en la superficie de la institución, sin consecuencias materiales dentro de la propia institución o en sus formas de organización. Es el reflejo de un proceso similar a nivel político: la integración simbólica, por ejemplo de las minorías, mientras se mantienen las desigualdades políticas y sociales; la representación simbólica de los electores en cuerpos políticos supranacionales; etcétera. En este sentido, el vínculo de la representación material se rompe, siendo sustituido por otra representacón de orden más simbólico.
Este desplazamiento en las técnicas representativas por parte de la institución cultural también reflejaba una tendencia en la propia crítica: el desplazamiento de una crítica de la institución hacia una crítica de la representación. Esta tendencia, influida por los estudios culturales, el feminismo y las epistemologías postcoloniales, era de alguna manera la continuación de la crítica institucional anterior en su comprensión del conjunto de la esfera de la representación como una esfera pública, en la que debería implementarse la representación material, por ejemplo a la hora de mostrar imágenes imparciales y proporcionales de las mujeres o de las personas negras. Esta reivindicación refleja, de alguna manera, una confusión que existe sobre la representación en el plano político, ya que el ámbito de la representación visual es incluso menos representativo en sentido material que el cuerpo político supranacional. No representa electores o subjetividades, sino que las construye: articula cuerpos, afectos y deseos. Pero no se comprendía así, ya que más bien se tomaba el ámbito de la representación como una esfera en la que había que alcanzar una hegemonía, por así decir una mayoría al nivel de la representación simbólica, con el fin de alcanzar mejoras en un área difusa que oscila entre la política y la economía, entre el Estado y el mercado, entre el sujeto como ciudadano y el sujeto como consumidor, y entre la representación y la representación. Como la crítica ya no podía establecer antagonismos claros en esta esfera, comenzó a fragmentarla y atomizarla, apoyando unas políticas de la identidad que condujeron a la fragmentación de las esferas públicas y los mercados, a la culturalización de la identidad, etcétera.
Esta crítica de la representación apuntaba todavía a otro aspecto, que se podría llamar la desligadura de la relación —aparentemente estable— entre la institución cultural y el Estado nación. Desafortunadamente para los críticos y críticas de la institución de ese periodo, un modelo de representación puramente simbólico alcanzó legitimidad también en su campo. Las instituciones ya no afirmaban representar materialmente al Estado nación y al electorado, sino que sencillamente decían representarlo simbólicamente. Así, si bien de los anteriores críticos y críticas institucionales se podía decir si estaban o no integrados en la institución, la segunda ola de la crítica institucional estaba integrada no en la institución sino en la representación como tal. Así, de nuevo, se conformó un sujeto con las dos caras de Jano. Este sujeto tenía más interés que su predecesor en que la representación fuera más diversa, menos homogénea. Pero al intentar crear esta diversidad, creó también nichos de mercado, perfiles de consumidor especializado, un espectáculo global de la «diferencia» sin efectuar demasiados cambios estructurales.
Pero ¿qué condiciones prevalecen hoy, durante lo que podríamos llamar de forma tentativa como una extensión de la segunda ola de la crítica institucional? Las estrategias artísticas de crítica institucional se han hecho progresivamente más complejas. Afortunadamente, se han desarrollado más allá de la urgencia etnográfica de introducir indiscriminadamente en los museos a sujetos desfavorecidos o raros, a veces incluso en contra de su voluntad, por el bien de la «representación». Estas nuevas estrategias incluyen investigaciones como en el caso de Fish Story de Allan Sekula, que conecta una fenomenología de las nuevas industrias culturales, como el Guggenheim de Bilbao, con documentos de otras restricciones institucionales, como las impuestas por la Organización Mundial del Comercio u otras organizaciones económicas globales. Han aprendido a caminar en la cuerda floja entre lo local y lo global sin devenir indigenistas y etnográficas, ni inespecíficas y esnobs. Desafortunadamente, esto no se puede afirmar de la mayor parte de las instituciones culturales que habrían de reaccionar al mismo desafío de tener que actuar tanto en una esfera cultural nacional como en un mercado crecientemente globalizado.
Si se miran de un lado, se observa que dichas instituciones están presionadas por exigencias de tipo indigenista, nacionalista y nativista. Si se miran del otro, se observa que están presionadas por la crítica institucional neoliberal, es decir, presionadas por el mercado. Entonces el problema es —y se trata en efecto de una actitud muy extendida— que cuando una institución cultural recibe presiones del mercado, intenta refugiarse en una posición que afirma que el deber del Estado nación es financiarla y mantenerla viva. El problema de esta posición es que en última instancia resulta proteccionista y refuerza la construcción de esferas públicas nacionales; y también que, desde la perspectiva de la institución cultural, tal posición sólo puede defenderse en el marco de una nueva actitud izquierdista que intenta refugiarse en las ruinas del demolido Estado de Bienestar nacional y su caparazón cultural para protegerse de los intrusos. Es decir, tiende a defenderse en última instancia desde la perspectiva de sus otros enemigos, o sea los críticos nativistas e indigenistas de la institución, que quieren transformarla en una suerte de etnoparque sacralizado. Pero no hay vuelta atrás al viejo proteccionismo del Estado nación fordista con su nacionalismo cultural, al menos no desde una perspectiva emancipatoria.
Por otra parte, cuando la institución cultural se ve atacada desde esta perspectiva nativista e indigenista, también intenta defenderse apelando a valores universales como la libertad de expresión o el cosmopolitismo de las artes, las cuales se han mercantilizado por completo bien en forma de novedades sensacionales, bien como muestrario de diferencias culturales para el entretenimiento, y que por lo tanto apenas existen más allá de estas formas de mercantilización. O quizás intenten seriamente reconstruir una esfera pública dentro de las condiciones de mercado, como por ejemplo en los masivos y temporales espectáculos de la crítica financiados por, pongamos, la Deutsche Bundeskulturstiftung.[5] Pero bajo las circunstancias económicas dominantes, el principal efecto resultante es integrar a los críticos en la precariedad, en las estructuras de trabajo flexibilizado en el marco de proyectos temporales o en las formas de trabajo freelance de las industrias culturales. Y en el peor de los casos, estos espectáculos de la crítica sirven de decoración para las grandes empresas del colonialismo económico, como sucede por ejemplo con la colonización del este de Europa por parte de las mismas instituciones que producen el arte conceptual en estas regiones.
Si en la primera ola de la crítica institucional la crítica producía integración en la institución, la segunda sólo logró integrarse en la representación. Pero en la tercera fase la única integración que parece haberse logrado con facilidad es en la precariedad. Y en este sentido, a fecha de hoy sólo podemos responder la pregunta que se refiere a la función de la institución de la crítica de la siguiente manera: mientras que las instituciones críticas están siendo desmanteladas por la crítica institucional neoliberal, este proceso produce un sujeto ambivalente que desarrolla múltiples estrategias para habérselas con su dislocación. Por una parte, tiene que adaptarse a las necesidades de unas condiciones de vida cada vez más precarias. Por otra, parece que nunca antes haya habido tanta necesidad de instituciones críticas que puedan responder a las nuevas necesidades y deseos que va a tener esta nueva composición subjetiva.
[1] En el original inglés, la autora utiliza en este punto exclusivamente el posesivo «his», dando a entender que el sujeto depositario de la racionalidad crítica burguesa es implícitamente masculino. [N. del T.]
[2] Véase, en castellano, el texto canónico sobre la primera ola de la crítica institucional en el arte a la que la autora se refiere: Benjamin H.D. Buchloh, «El arte conceptual de 1962 a 1969: de la estética de la administración a la crítica de las instituciones», en Formalismo e historicidad. Modelos y métodos en el arte del siglo XX, Madrid, Akal. Arte Contemporáneo, 2004; y las objeciones y matizaciones que respectivamente oponen a este canon crítico y sus secuelas Simon Sheikh, «Notas sobre la crítica institucional», y Rosalyn Deutsche, «El rudo museo de Louise Lawler», ambos en transversal: do you remember institutional critique?, junio de 2006, http://eipcp.net/transversal/0106. [N. del T.]
[3] Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1993. [N. del T.].
[4] La frase original alemana juega con la ambivalencia del término «representación», que se desdobla para visualizar la idea de una representación simbólica frente a una representación material. «Darstellen»: representar, en el sentido en que un actor representa una obra o un papel, simula ser; «vertreten», como cuando un abogado representa a un acusado o si un sindicato representa, habla por o defiende los derechos de un trabajador. Por lo tanto: «Prefieren representarlos [hacer meramente o simbólicamente el papel de aquellos a quienes dicen representar] antes que representarlos [defenderlos, hablar eficazmente por sus representados]». [N. del T.]
[5] La Fundación Federal de Cultura, creada hace pocos años por el Gobierno Federal de Alemania con presupuesto mayúsculo. [N. del T.]