Traducción de Marcelo Expósito, revisada por Joaquín Barriendos
¿Por qué hablamos hoy de crítica institucional en el campo del arte? La respuesta es muy sencilla: porque (todavía) creemos que el arte está intrínsecamente provisto con el poder de la crítica. Por supuesto no nos referimos aquí simplemente a la crítica de arte sino a algo más, a la capacidad que el arte tiene de criticar el mundo y la vida más allá de su propio ámbito, e incluso de cambiarlos ejerciendo esa crítica. Esto incluye, sin embargo, algún tipo de autocrítica, o para ser más precisos la práctica de la autorreflexión crítica, lo que significa que también esperamos —al menos antes lo esperábamos— que sea críticamente consciente de sus condiciones de posibilidad, lo que generalmente quiere decir sus condiciones de producción. Estas dos nociones —ser consciente de sus condiciones de posibilidad y de sus condiciones de producción— apuntan a dos ámbitos mayores de la crítica moderna: los ámbitos teórico y práctico-político. Fue Kant quien se interrogó, por primera vez, sobre las condiciones de posibilidad de nuestro saber y fue él también quien entendió esta cuestión explícitamente como un acto crítico. De ese momento en adelante podemos decir que la reflexión moderna es crítica —y de esta manera autorreflexiva— o no es moderna.
Pero no vamos a seguir este hilo teórico sobre la crítica moderna. Nos concentraremos más bien en su significado práctico y político, que se puede describir de manera sencilla como una voluntad de cambio radical, en definitiva, como la reivindicación de la revolución como la forma última de crítica práctica y política. La revolución francesa no sólo se preparó mediante la crítica burguesa del Estado absolutista. Era esta crítica en acto, su última palabra convertida en acción política. La idea de la revolución como la máxima acción crítica encontró su expresión más radical en los conceptos teóricos y políticos marxistas. Recordemos, el joven Marx calificó su filosofía revolucionaria explícitamente como «la crítica de todo lo existente». Lo decía en el sentido más radical, como una crítica que «opera» en la misma base de la vida social, es decir, en el ámbito de su producción y reproducción material, lo que hoy entendemos, de forma simplifiada, como el ámbito de la economía.
De esta manera, la crítica se ha convertido en una de las cualidades esenciales de la modernidad. Durante casi dos siglos ser moderno significó sencillamente ser crítico: tanto en filosofía como en cuestiones morales, tanto en política y en la vida social como en el arte.
Pero hay también otro concepto que, como una especie de complemento, ha acompañado durante largo tiempo a la idea y a la práctica de la crítica moderna: el concepto de crisis. La experiencia moderna también se basa en la creencia de que ambos, crisis y crítica, tienen algo en común; que hay una auténtica relación entre ambos o, mejor dicho, una interacción. Por lo tanto, un acto de crítica implica casi necesariamente la conciencia de una crisis y viceversa: el diagnóstico de una crisis implica la necesidad de una crítica. Crítica y crisis no entraron en el escenario histórico al mismo tiempo. La crítica es hija de la Ilustración dieciochesca. Nació y se desarrolló a partir de la separación entre política y moral, una separación que la crítica profundizó y ha mantenido viva a través de toda la era moderna. Fue sólo mediante este proceso de crítica —la crítica de todas las formas de saber tradicional, creencias religiosas y valores estéticos, la crítica de la realidad jurídica y política existente y, finalmente, la crítica del propio intelecto— que la creciente clase burguesa pudo imponerse (imponer sus propios intereses y valores) como la instancia suprema del juicio y, de este modo, desarrollar la autoconfianza y autoconciencia necesarias para las luchas políticas decisivas que estaban por venir.[1] En este contexto no deberíamos subestimar el papel de la crítica artística y literaria especialmente en el desarrollo de la moderna filosofía de la historia. Fue precisamente la crítica artística y literaria la que en aquel momento produjo, entre la intelligentsia, la conciencia de contradicción entre lo «viejo» y lo «moderno», dando forma así a una nueva comprensión del tiempo capaz de diferenciar el futuro del pasado.
Pero al final de este periodo surge también la conciencia de una crisis que se aproxima: «Nous approchons de l’état de crise et du siècle des revolutions» [Nos aproximamos al estado de crisis y al siglo de las revoluciones], escribe Rousseau. Mientras que para los pensadores de la Ilustración la revolución es sinónimo de progreso histórico inevitable, lo cual sucede necesariamente como una suerte de fenómeno natural, Rousseau la entiende como la expresión última de una crisis que nos lleva a un estado de inseguridad, disolución, caos, nuevas contradicciones, etc. La crítica, en conexión con la crisis que ha contribuido a preparar e iniciar, pierde su ingenuidad original y su presunta inocencia. A partir de entonces crítica y crisis van juntas dando forma a la era moderna de las guerras civiles y de las revoluciones que, en lugar de traer el esperado progreso histórico, causan disoluciones caóticas y oscuros procesos regresivos, con frecuencia fuera del control racional. La interacción entre crítica y crisis es una de las cualidades mayores de lo que más tarde se conceptualizó como dialéctica de la Ilustración. En ese intervalo, la relación entre ambas nociones se convirtió en una suerte de término técnico del progreso modernista que introducía la diferencia —y simultáneamente establecía una relación— entre lo «viejo» y lo «nuevo». Decir que algo ha entrado en crisis significaba sobre todo decir que se había hecho viejo, es decir, que había perdido su derecho a existir y que por lo tanto debía ser reemplazado por algo nuevo. La crítica no es sino el acto de establecer este juicio que ayuda a que lo viejo muera con rapidez y lo nuevo nazca con facilidad.
Esto se aplica asimismo al desarrollo del arte moderno, que sigue también la dialéctica de la crítica y la crisis de sus formas. Es así que entendemos por ejemplo el realismo como una reacción crítica a la crisis del romanticismo o la idea de arte abstracto como una crítica del arte figurativo, el cual, tras agotar su potencial, había entrado en crisis. También la tensión entre el arte y la «realidad prosaica» se interpretó de acuerdo con la dialéctica de la crisis y la crítica. Es así que el arte moderno, especialmente en el romanticismo, fue entendido como una crítica de la vida ordinaria, de lo ordinario como tal, es decir de una vida que había perdido su autenticidad o su significado: una vida que también entró en una suerte de crisis.
Volvamos ahora a la pregunta de si esta dialéctica de la crítica y la crisis tiene aún sentido para nosotros.
Hace unos meses tuve la oportunidad de hacer esta pregunta en Austria. Moderaba un debate cuyo tema era el legado actual de la vanguardia artística en la Europa postcomunista del Este. Esperaba que todo el mundo estuviera de acuerdo cuando dije que la vanguardia es todavía el caso más radical de crítica artística modernista, tanto en términos de crítica del arte tradicional de su tiempo como en el sentido de crítica de la realidad existente, precisamente en el momento de una crisis, ampliamente reconocida. Tras cinco horas de discusión la conclusión fue que hoy ya no es de ninguna manera útil la experiencia crítica del arte de vanguardia, al menos no en el este de Europa.
Quienes participaban en el debate eran en su mayoría artistas jóvenes de Europa Central y del Sureste: República Checa, Eslovaquia, Hungría, Serbia, Rumanía y también Turquía. En realidad sólo el representante de Turquía se tomó el tema en serio y creía que la postura crítica de la vanguardia todavía tiene sentido para nosotras y nosotros hoy. El más abiertamente radical en su rechazo de la cuestión vanguardista fue el representante de la República Checa. Argumentó que la experiencia de la vanguardia es en realidad un problema entre generaciones. Para él, son los y las artistas, las historiadoras y los historiadores de arte de la vieja generación quienes todavía ven un reto en pensar la cuestión de la vanguardia y se preocupan por ello. La generación más joven, creía, está más allá del problema de la significación política del arte o de las relaciones entre política y estética. Puso como ejemplo el hecho de que la vieja generación aún discuta vehementemente si deberíamos tomar o no en consideración el significado político del trabajo de Leni Riefenstahl. Para la generación joven, por el contrario, esto ya no tiene ninguna importancia, porque mantiene, por así decir, una comprensión directa del arte exenta de connotaciones políticas. Lo ven como realmente es: un arte puro en su puro valor y significado estéticos.
En realidad no me motivaba en absoluto discutir esta cuestión porque, conociendo bien a estas personas y sus intereses, no esperaba que estuvieran interesadas en la vanguardia. Pero había otro asunto allí que sí me interesaba. Todas las personas que participaban en ese debate eran miembros del llamado proyecto Transit, que fue lanzado hacía unos años por un banco austriaco con el propósito de ayudar al arte en Europa del Este. Los invitados e invitadas eran representantes del proyecto en sus respectivos países. Como sabía que este banco había ganado una enorme cantidad de dinero en Europa del Este, tenía curiosidad por saber si esas personas tendrían alguna opinión al respecto, es decir, sobre la manera en que se les pagaba por su trabajo artístico, o sobre el papel del arte y el patrocinio artístico bajo tales circunstancias.
También me motivó a ir al debate un artículo publicado en esos días en el diario vienés Der Standard, sobre los beneficios de los bancos y las compañías de seguros austriacas en el este de Europa. Decía por ejemplo que la llamada «actividad de negocios» de la Generali Holding Viena (una compañía de seguros) era el triple respecto al año anterior, habiendo duplicado sus ganancias. Uno se pregunta cómo es posible. La respuesta la da el mismo artículo en su subtítulo: «Europa del Este, una máquina de crecimiento». Debido a la expansión del holding hacia el Este, de la misma manera que lo hacían los bancos austriacos, se podían obtener tales ganancias. Quería que quienes participaban en la discusión tocaran de alguna manera este asunto, hablarlo abiertamente, provocar algún tipo de crítica. Desafortunadamente no funcionó. Nadie encontró necesario mencionar las condiciones económicas y materiales de su trabajo artístico.
Parece que el legado crítico de la vanguardia en la Europa postcomunista está finalmente muerto. Más aun, parece también que no hay entre los y las jóvenes artistas interés en la crítica institucional, es decir, en lo que más arriba hemos llamado autocrítica: conciencia crítica de las condiciones de posibilidad de su arte, lo que quiere decir sobre las condiciones de su producción.
La razón es obvia: nuestra percepción de la crítica vanguardista [en el este de Europa] está esencialmente enmarcada por la experiencia histórica del comunismo. Esto significa que la experiencia de la vanguardia, tanto como la experiencia de la crítica radical, sólo se nos muestra desde nuestra perspectiva postcomunista (postotalitaria o postideológica), esto es, como un fenómeno de nuestro pasado; como un fenómeno, por utilizar la noción de Fukuyama, de un estado inferior de la evolución ideológica de la humanidad: un problema que compete, en palabras del colega checo, a una generación más vieja que tarde o temprano morirá.
Pero permitidme en este punto plantear una pregunta «imposible»: ¿está realmente muerto el comunismo? Hasta donde conozco no sólo está aún vivo, sino que también se muestra, en algunos campos, superior al capitalismo. Sí, efectivamente me refiero a la China actual. (Por favor no se me diga que éste no es el comunismo real. Nunca ha habido un comunismo real. Recuerdo bien que desde la perspectiva del comunismo yugoslavo —a su vez con frecuencia descartado como inauténtico por su economía de mercado— el comunismo de la Unión Soviética y de todo el Bloque del Este era definido como una suerte de capitalismo de Estado.) ¿Por qué no aprendemos algo de la crítica y la autocrítica radicales del comunismo chino que obviamente parece haber tenido más éxito que sus colegas occidentales? Pero antes de interrogar a la máxima autoridad teórica del comunismo chino sobre el verdadero significado de la crítica y la autocrítica, permitidme recordaros un hecho histórico: en la realidad histórica de los siglos XIX y XX la idea de la revolución comunista devino en sí misma una institución bajo la forma del movimiento comunista, es decir, de los partidos políticos comunistas. Como institución, el movimiento comunista también desarrolló su propia institución de la crítica, la institución de la llamada autocrítica, que jugó un papel extremadamente importante en su historia: con el fin de aleccionar al sujeto autoconsciente sobre la acción revolucionaria y más tarde sobre la comunidad socialista.
Para el presidente Mao, la práctica consciente de la autocrítica era una de las marcas distintivas del Partido Comunista frente al resto de los partidos políticos. Permitidme citarlo: «Decimos que el polvo se acumulará si una habitación no se limpia regularmente, nuestras caras se ensuciarán si no se lavan regularmente. Las mentes de nuestros camaradas y el trabajo de nuestro Partido también pueden llenarse de polvo, y necesitan ser barridas y lavadas». Por lo tanto, la autocrítica es para Mao «el único modo eficaz de evitar que todo tipo de polvo y gérmenes políticos contaminen las mentes de nuestros camaradas y el cuerpo de nuestro Partido». Hoy nos parece gracioso, como un cuento infantil ideológico, pero dejadme señalar una contradicción crucial en el concepto de autocrítica de Mao: no tiene que ver en absoluto con la crisis del capitalismo ni con ningún tipo de crisis. Aunque Mao describe la autocrítica comunista como el arma más efectiva del marxismo-leninismo, no lo justifica con los principios ideológicos del marxismo-leninismo. Por el contrario, su definición de autocrítica parece completamente no-ideológica, simplemente una cuestión de trivial sentido común: una cara limpia es mejor que una sucia, una habitación limpia mejor que otra llena de polvo, los gérmenes son malos para la salud, etc.
¿Por qué esta trivialización? Y lo que es más importante, ¿dónde está la crisis, adónde ha ido, por qué ha desaparecido repentinamente? ¿Por qué esta forma particular de crítica comunista, una autocrítica que no está relacionada con ningún tipo de crisis? En la estela del movimiento político comunista tanto la crisis del capitalismo como su crítica se fundieron en una sola institución en la que no hay posibilidad de diferencia. En otras palabras, precisamente al fundirse se han convertido cada una en exterior respecto de la otra. Para el movimiento comunista la crisis del capitalismo estaba repentinamente ahí, en el exterior de su propia institución. Pero también sucede que en el capitalismo la crítica de su crisis sólo se entiende como algo que viene del exterior.
El resultado es que los comunistas no podían verse a sí mismos como parte de la crisis del capitalismo y por lo tanto, en lugar de resolverla, lo que lograron finalmente criticándola fue hacerlo más fuerte, más eficiente, lo que quiere decir que hicieron que la crisis fuera más sostenible o, dicho con más sencillez, permanente.
El problema era que el comunismo y el capitalismo, o si lo preferís, el capitalismo como crisis y su crítica comunista, nunca han alcanzado un punto de exclusión mutua radical sino que, al contrario, se han ayudado mutuamente en momentos de crisis.
¿Por qué habríamos de olvidar que fue precisamente el capital estadounidense el que ayudó a la Rusia bolchevique a recuperarse de la destrucción que provocó la guerra civil? ¿Por qué olvidar el papel que jugó el arte en esta historia? Los soviéticos, como bien se sabe, intercambiaron algunas de sus obras de arte más preciosas y también más caras, principalmente pinturas francesas del siglo XIX, por nueva tecnología industrial proveniente de Estados Unidos. En nuestra jerga liberal lo llamaríamos hoy una perfecta win-win situation, un negocio en el que todos ganan. Una de las partes se desprendía de lo que consideraba entonces insignificante e históricamente obsoleto, es decir, del arte burgués, mientras que la otra podía expandir sus mercados, crear empleo y consiguientemente estabilizar la situación social, pacificar a su clase trabajadora, o sea: evitar su crisis.
Esto fue posible no porque, como muchos estúpidos anticomunistas piensan hoy, los bolcheviques fueran primitivos que no podían reconocer el valor real de las obras de arte que poseían. Lejos de eso, sabían muy bien, de acuerdo con una lógica puramente capitalista, cuál era el valor de mercado de estas obras. Las manejaron estrictamente como mercancías. Pero esto fue posible sólo después de que estas obras fueran artísticamente devaluadas, después de haber perdido su valor artístico como consecuencia de una auténtica crítica artística. Fue en efecto el arte de vanguardia el que afirmó la crisis del arte tradicional y —de acuerdo con lo que hoy entendemos puramente como historia del arte— criticó radicalmente todas esas pinturas francesas destruyendo su valor artístico. Más aún, era la propia vanguardia la que necesitaba ahora fábricas y masas trabajadoras —con el fin de articular sus principios y producir sus propios valores artísticos— en lugar de museos y depósitos en los que almacenar sus obras de arte, que eran presentadas a un público al que esas obras ni le importaban ni le gustaban. ¿Y quién podía proveer las fábricas y la clase trabajadora necesaria? La tecnología industrial estadounidense, esto es, el capitalismo.
Es un maravilloso ejemplo de cómo tanto la crisis y la crítica del capitalismo como el arte pueden trabajar juntos de forma exitosa con el fin de producir... ¡la normalidad!, por supuesto en un marco general capitalista.
Otro ejemplo de cómo el capitalismo y el comunismo pueden funcionar en armonía es, sin duda, la China de hoy. Traduciendo la realidad a la dialéctica de la crisis y su crítica, diríamos que son las reglas de una crítica institucionalizada del capitalismo, esto es, las reglas del Partido Comunista chino, lo que hoy facilita que la crisis del capitalismo sobreviva, es decir, que siga existiendo. No sólo abriendo el mayor mercado del mundo al capital global multinacional, sino también proveyéndolo de mano de obra barata y altamente disciplinada.
Esto no ocurre, como muchos piensan, porque los comunistas chinos de hoy hayan traicionado los principios de la idea comunista, esto es, porque hayan dejado de criticar el capitalismo para comenzar a mejorarlo. No han traicionado a Mao. Por el contrario, se aferran fielmente a su verdadero legado. Permitidme citar de nuevo al presidente cuando, hablando de la necesaria autocrítica, abogaba por la necesidad del sacrificio personal: «¿Podemos nosotros, los comunistas chinos, que nunca vacilamos ante el sacrificio personal y estamos siempre dispuestos a dar nuestra vida por la causa, dudar en descartar cualquier idea, punto de vista, opinión o método que no sea adecuado para las necesidades del pueblo? ¿Podemos permitir que el polvo político y los gérmenes ensucien nuestras caras limpias o coman en el interior de nuestros organismos sanos? ¿Puede haber algún interés personal que no sacrifiquemos o algún error que no descartemos?».
Recordemos, los famosos juicios-farsa estalinistas nunca hubieran sido posibles sin la institución de la autocrítica y del sacrificio personal. Como bien sabemos hoy, fueron introducidos en los inicios de los años treinta, precisamente en el momento en que la colectivización comenzó a traer resultados catastróficos, esto es, cuando la sociedad soviética entró en una crisis profunda. Fue la autocrítica lo que ayudó entonces a proyectar esta crisis hacia un exterior, a presentarla como efecto de la subversión externa, el trabajo de espías y de agentes imperialistas. Era por tanto totalmente comprensible que la institución tuviera que ser limpiada de todos esos «gérmenes y parásitos» que comían en el interior del organismo sano de la sociedad soviética.
La crítica —bajo la forma de autocrítica comunista— fue utilizada (o abusada, si lo preferís) no para revelar la crisis y sus antagonismos e intervenir en ella (lo que hubiera constituido un acercamiento marxista clásico) sino, por el contrario, para ocultarla y de esta manera convertirla en permanente, esto es, para transformar o traducir la crisis en una suerte de normalidad.
Esto es típico en la situación actual: ni somos capaces de experimentar nuestro tiempo como crisis, ni intentamos devenir sujetos mediante el acto de la crítica.
En tiempos de la modernidad clásica, la crisis siempre se experimentaba como una posibilidad concreta de ruptura y la crítica como la ruptura en sí misma. Hoy, obviamente, ya no somos capaces de realizar esta experiencia. Ya no hay ningún tipo de experiencia de interacción entre crisis y crítica.
No se puede ignorar sin más la advertencia de Giorgio Agamben: que una de las experiencias más importantes de nuestro tiempo es el hecho de que no somos capaces de extraer de él ninguna experiencia. El resultado es una crítica permanente ciega ante la crisis y una crisis permanentemente sorda frente a la crítica; en suma: ¡una armonía perfecta!